¿Qué hacemos con Dios? A estas alturas de la historia, esgrimir su nombre implica tomar partido. ¿Qué hacen con Dios las tres religiones monoteístas? ¿Servirse de él? ¿Para qué?
Dicen que Dios es no sólo omnipresente, sino también omnipotente: lo puede todo, es el paradigma del poder absoluto, pues su voluntad es similar a su poder. La sumisión del hombre ante tal entelequia provoca ciertamente asombro. ¿A qué, o a quién, nombramos cuando pronunciamos la palabra 'Dios'? Podríamos decir que su significado lo han ido conformando el uso y la costumbre. Dios no tiene el mismo referente aquí que en Rusia, o en Israel, o en Arabia, o en India, o en Japón, o en China, o en Australia... parece que ni siquiera en la otra esquina, donde se levanta una mezquita, tiene el mismo referente que dos calles más abajo, donde se levanta una sinagoga. Dios lo abarca todo, pues es de todos y de nadie. Pero en su nombre se han cometido y se cometen las mayores tropelías de la historia. ¿No será Dios una mera coartada, una ficción, un velo tras el que se esconden intereses espurios?
Reconozcamos que Dios es una excusa demasiado elevada como para no sentir vértigo al rebatirla. Pretexto o no, creencia real o mero circunloquio justificativo, lo cierto es que sigue ahí, provocando conjeturas, argumentos, opiniones, prejuicios de todo tipo. Algunos llegan incluso a escribir como título de una obra de teatro, buscando descaradamente notoriedad, que se ciscan en él —perdón por el eufemismo, pero me resulta soez el uso de la palabra que denota nuestra acción de defecar...¿estupideces de la educación religioso-monacal? ¡Y quién lo sabe!—, cosa desde luego sorprendente para quien se considera ateo, ciscarse en algo en lo que no cree, como si alguien decidiera un buen día maldecir al unicornio o tomarla con un cíclope, tras reconocer que son pura fantasía. Peor aún que el que eso escribe es el que trata de censurarlo, o liarse a tortazos con su autor en mitad del escenario, pues denota cierta dependencia enfermiza, cierta desazón, cierta dejadez crítica en la adopción de sus propias decisiones, guiado por un ser nada supremo, nada de otro mundo, nada omnipotente, creado a imagen y semejanza de su autor: cada vez hallo más motivos para pensar que Dios es la excusa de mal pagador que todo hombre lleva dentro, incapaz de creerse tan desvalido y tan maltratado por esa madrastra que es la naturaleza, que lo ha dejado abandonado al albur de los elementos hostiles, como si Dios fuera a aparecer detrás de aquella esquina con los brazos abiertos para recogerle tras la caída.
Dios es quien le adjudicó al judío la famosa Tierra Prometida (todavía hoy ignoramos a cuanto ascendió la puja...), Dios es quien prometió al cristiano la salvación eterna (todavía hoy anda desconsolado y renqueante por este valle de lágrimas sin entender nada...), Dios es quien prometió al musulmán la redención y la dicha junto a él en su morada eterna (todavía hay quien se hace añicos a cambio de ver cumplida semejante invitación...). En su nombre se matan unos a otros. En su nombre se justifican las acciones más abyectas. En su nombre se sigue dividiendo el mundo entre el bien y el mal, sin habilitar posibles zonas intermedias. Al parecer, la intransigencia le es consustancial y, sin embargo, es también paradójica: ¿no debería Dios, siendo quien dicen que es, admitir la posibilidad de su negación? ¿No cabemos todos, absolutamente todos, en su morada? ¿A qué vienen entonces tantos sermones? Mejor será que lo dejemos en paz, y para ello propongo que en adelante omitamos su nombre, pues de tanto escribirlo y recitarlo y reclamarlo y perjurarlo, acabaremos matando la gallina de los huevos de oro: ¿No creéis llegada la hora de certificar la muerte definitiva de Dios, antes de que nos veamos todos abocados en su nombre a nuestra propia muerte, ésta sí real y definitiva? Lo que me lleva a formular una última pregunta, vagamente premonitoria: ¿Perecerá con nosotros Dios, después de que logre el total exterminio del hombre sobre la tierra?