Revista poética Almacén
Estilo familiar

[Arístides Segarra]

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Tengo el convencimiento, ya expresado de una u otra forma a lo largo de las diferentes entregas de esta columna, que los condicionantes que nuestros hijos encuentran para acceder a la cultura escrita son radicalmente diferentes de los que nos encontramos nosotros.

Crecimos sin televisión, a cuyo consumo accedimos ya formados, pero también sin libros. No tuve libros de texto hasta los seis años, y no tuve un libro propio hasta los siete. La fascinación que me producían es irrepetible en la actualidad: Irene ya tenia libros mojables con dibujos desde que nació.

Esperaba el inicio de curso con mayor ilusión y expectativas que la navidad: en cuanto mi madre reunía el dinero suficiente para los libros de texto y los comprábamos, se iniciaba la semana más excitante del año. Ése era el tiempo que tardaba en leerlos todos, incluidos los ejercicios. La relectura posterior era una necesidad que se adelantaba a las necesidades del estudio, ante la carencia de libros. La escasez de la oferta alimentaba, en este caso como en otros, la demanda.

En un medio socialmente ágrafo y culturalmente ínfimo, la lectura constituía la única posibilidad de evasión y de trasgresión. Ser lector te distinguía del entorno, te tornaba “raro”, diferente. Y la lectura podía convertirse en una falta de urbanidad: no se leía mientras se comía por las mismas razones que hoy prohibimos la televisión en las comidas familiares; leer a la hora de dormir podía convertirse en un vicio que arrebatara horas al sueño reparador, et alia.

La lectura como distinción. A los diez años conseguí que mis padres compraran una enciclopedia temática en dieciocho volúmenes. Papel couché rarísimo por aquel entonces, naturalmente hardback en imitación de piel roja con letras doradas. Su olor cuando abrí la caja y hojeé los libros por primera vez constituyó la emoción primigenia de mi bibliofilia, mi circuncisión libraria. Supuso un esfuerzo económico considerabilísimo: siempre me sentí culpable de aquél gasto realizado a mi instancia y insistencia. Y alguna cosa de aquél sentimiento subyace todavía cada vez que compro un libro.

Los domingos comíamos en el campo, y mientras mis hermanos y primos correteaban yo leía uno a uno los volúmenes de la enciclopedia bajo un pino o un algarrobo. Cuando alguien menciona mis conocimientos enciclopédicos, no puedo evitar una sonrisa de reconocimiento a la verdad que encierra tal afirmación.

Hoy mi niña me ha pedido que le lea Harry Potter porque había visto la película. En mis tiempos de progresía snob semejante tropelía habría sido castigada severamente. Hoy casi lloro al encontrar en los medios audiovisuales, sabiamente administrados, un aliado para mis objetivos: que Irene lea hasta que se le caigan las pestañas, que escuche libros hasta que me quede sin voz. Ojalá haya encontrado su Enid Blyton o su Patrick O’Brian. De momento, en un mundo saturado de estímulos ha elegido uno que le lleva a los libros, y ríe feliz con ese ratón ruinoso que sólo despierta para morder a niños malos. Que no leen.


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