Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

Otros textos de Por arte de birlibirloque


Discursos sobre el poder (V): Entre las tradiciones liberal y democrática

Las relaciones humanas son relaciones de poder. En nuestras acciones, en nuestras actitudes, en nuestros modos de estar en el mundo, se involucran relaciones de poder. Hablar en voz alta, disentir, escurrir el bulto, andar cabizbajo, decir que no, votar, manifestarse públicamente, leer o no leer periódicos, esconder la cabeza bajo el ala, hablar por boca de otros, asentir acríticamente, etcétera. En todas esas formas de actuar subyacen relaciones de poder. Foucault lo intuyó quizás desde el poder que le otorgaba la atalaya del visionario, o quizás desde la misma ausencia de poder que coloca a los individuos en situaciones inermes frente a la historia: el olor acre de la miseria, el sabor amargo de la marginación, la enfermedad y el dolor, el ruido ensordecedor de las bombas reales que caen a menos de cien metros de ti: todos ellos son escenarios en los que la ausencia de poder se muestra crudamente, en la más absoluta de las desolaciones. Es entonces cuando más se echa en falta, cuando se comprende su auténtica naturaleza, indisociable de la nuestra.

El ser humano logra sacar, de donde parece imposible, las fuerzas necesarias —llamadas certeramente “de flaqueza”— para enfrentarse a esas situaciones límite. Fuerzas que son, más que nada, manifestaciones de un poder primigenio, de un poder oculto, de un poder que se ha ido labrando con el paso de los años, y que conforma la argamasa, el cemento que une los eslabones de la cadena que nos permite sobrevivir.

¿Es el poder un hecho social? Es innegable que sí, al menos tal como lo conocemos, dado que siempre se despliega en presencia del otro. Pero comprender el poder desde esa dimensión colectiva no ha sido tarea fácil. Para la tradición basada en el pensamiento liberal, el poder es innato al hombre enfrentado a la inmensidad del océano o de la pradera, dueño de todo lo que se muestra a su alrededor —para los primeros exploradores de Norteamérica, los indios formaban parte del paisaje... No es extraño entender que en su iconografía tengan un lugar reservado para el llanero solitario y el corsario. No reconocen más limitación que el poder de otro llanero solitario o de otro corsario, revólver frente a revólver, cañón frente a cañón (“La canción del pirata” de Espronceda, que todos leímos en la escuela, muestra esa sensación de libertad total, ese poder innato del hombre para dominar lo que le rodea: “Que es mi barco mi tesoro,/que es mi Dios la libertad,/mi ley, la fuerza y el viento,/mi única patria, la mar”). La dimensión colectiva, la perspectiva que se apoya en un supuesto interés de la comunidad, es una traba, un lastre, un mal menor que sin embargo los liberales aceptaron a cambio de su supervivencia. Tal fue la reflexión que hicieron tras la inmensa matanza de los siglos XVI y XVII europeos, que les llevó a reconocer, junto a sus enemigos, que al menos estaban de acuerdo en algo: en su común deseo de vivir todo el tiempo que la naturaleza les permitiera. Su pacto fue fruto precisamente del poder, aun cuando pueda parecer que ese pacto limitaba el que inicialmente disponían.

Para la tradición de pensamiento democrático, sin embargo, el poder es inherente a la comunidad, al colectivo, al común de los ciudadanos constituidos en asamblea. No hay hombre si no hay sociedad. El hombre es un animal político, precisamente, porque necesita de la polis para subsistir: sin ella habría perecido. Esa necesidad de con-vivencia se transforma en poder mediante la hábil conclusión de que la unión hace la fuerza, y sirve para constatar que la dimensión pública, colectiva, social, del hombre es inherente, constitutiva de su propia naturaleza. En la imaginería del demócrata resaltan por encima de otros iconos el ágora y la asamblea. El hombre es político porque habla en el ágora de la polis, discute, dialoga e intercambia con los otros opiniones, pensamientos, miradas, perspectivas, y construye en definitiva una institución donde el ciudadano pueda manifestar en toda su pureza ese poder que, sumado al de otros ciudadanos, alcance la categoría de poder soberano de la asamblea.

Ambas corrientes de pensamiento se fundieron, en la medida en que podían fundirse, en la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 (precisamente en su título está la clave de su doble paternidad: del “hombre” para el liberal; del “ciudadano” para el demócrata). Han mantenido viva la llama de la libertad y la democracia durante estos dos últimos siglos en Occidente. Pero han dejado sin resolver también conflictos que hunden sus raíces precisamente en esa dicotomía, en esa diferencia fundamental a la hora de concebir el poder, la libertad, la sociedad, el Estado.

Desde Hobbes se asume que las relaciones entre Estados reproducen, básicamente, el mismo esquema que rige en las relaciones entre individuos, y que donde antes había seres humanos en permanente estado de guerra de todos contra todos, ahora hay Estados nacionales. Partiendo de estas premisas, es obligado plantear algunas preguntas: ¿En qué modelo de pensamiento encaja la actuación del gobierno norteamericano durante estos últimos años, sobre todo tras la caída del muro de Berlín, que le ha llevado a considerar, en legítima defensa, la posibilidad de invadir otros Estados? ¿Bajo qué perspectiva puede defenderse como justo un ataque preventivo, una anticipación a la futura amenaza que significa la presencia del enemigo en supuestas posiciones bélicas e intimidatorias? ¿Desde qué tradición cabe interpretar la decisión fulminante del gobierno español relativa a la retirada de las tropas militares del territorio de Iraq? ¿Sirve para algo la Asamblea de la ONU? ¿Hay perspectivas de alcanzar, en un futuro hipotético, un gobierno planetario de carácter democrático, dotado del monopolio legítimo de la fuerza que ahora se reservan los Estado nacionales? ¿Qué clase de entelequia es el derecho internacional, incapaz de dotarse de medios coercitivos suficientes para ser respetado por el conjunto de las naciones? ¿Es viable la justicia universal que preconizaba el juez Garzón en el “caso Pinochet”, por encima de los intereses estatales?

Llegados aquí, no puedo menos que reconocer las tremendas dudas que tales cuestiones me plantean, dado el uso deleznable que el hombre ha hecho del poder a lo largo de la historia, y preguntar con escepticismo: ¿Cabe la posibilidad, hoy, de sacar esas fuerzas de flaqueza que tanto nos han ayudado en otros momentos críticos? ¿Cabe esperar algún pacto entre Estados, similar al que sembró la paz de Westfalia, sobre el mutuo reconocimiento del derecho a la supervivencia?


________________________________________
Comentarios