Francisco Serradilla
Junto a mi casa hay una calle angosta por la que las palabras apenas circulan, están casi menos lejos de transcender. Pero, al fin y al cabo, como en las carreteras, como en los hospitales y en los bancos, en los pomposos medios de comunicación, como en las calles céntricas, en las paredes recias del casco antiguo, las palabras ruedan, rebotan, se desparraman y estallan en el aire igual que pompas ateas.
Sin quererlo las piso, me impregno de su esencia, de su enigma mortal, y juego a desplumar un avestruz con un tornillo roto o una llave inglesa; sería absurdo venir desde tan lejos para no ser azul.
Así pues, la mayoría se espesa, se introduce en coloquios de plumas amarillas, se debate entre frases innatas o adquiridas, la moral que se cierne sobre el pequeño niño, promesa del mañana, llama a la que la cultura devora humildemente.
Me he sentado en la plaza cercana al sueño de otra noche. Observo, con sano aburrimiento, las atestadas filas inmensas de palabras, atasco permanente, que se detienen en el semáforo, avanzan, se detienen, dan la vuelta a la plaza, se detienen. Al final, una urna se las traga, una boca espantosa como de locutor de radio, para volver a vomitarlas desordenadas, meses más tarde.
Es desesperante: ¿no hay una nueva palabra diminuta que escape a los teléfonos, al plato de comida, al cartabón, más noble, pero al fin equivalente a la callecita estrecha que nadie sabe adonde conduce?
Mientras, los marginados bañan a las termitas, las miran de reojo, con la inquietud de que un día se levanten, como los militares, con marchas absolutas, cerrojos y fusiles.