Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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Huir

Huir. Abandonar la casa, los haberes, dejar a los perros sin collares; quemar la huerta, los árboles, los libros; derrumbar el muro; correr, correr hacia los montes y volver la cabeza apenas un segundo para ver las puertas abiertas y las ventanas sin pestillos golpeando las paredes al capricho del viento. Dejarlo todo. Iniciar una fuga que sea un periplo sin retorno; contruir trincheras a cada paso en el camino que dejas a tus espaldas; viajar tan lejos como permitan las piernas y no parar, no descansar hasta que nada en el paraje recuerde lo tuyo, hasta que todos los rostros sean extraños, hasta que las lenguas sean ajenas, hasta que los iris sean opacos a tu luz.

Ser camaleón entre las multitudes; ser mudable siempre para uno y el mismo para todos los otros, alcanzar la ataraxia en la invisibilidad. Tener la cualidad del Pajaro luna para imitar la textura y trabazón de los ramales, y mudar la piel ante las pieles ajenas y quitarse los ojos ante las urracas. Borrar las huellas de los dedos, limar las cicatrices, diluir con ácido los labios y la frente: buscar no ser entre quienes viven. Ser crisálida irreconocible en la metamorfósis.

Huir. Abandonar el cuerpo y el cerebro en una cama. Hurgar en una brecha hasta alcanzar los sesos y destruir pormenorizadamente cada recuerdo maldito y cada célula podrida. Huir de todo el peso insoportable de tantos haces de neuronas conectadas. Entrar como en un bálsamo en el laberinto y cortar el hilo y despreciar a Ariadna. Entregarse a los dragones, pedir ser devorado por el monstruo para evitar la espera. Huir, si acaso, hacia la infancia más temprana: poder taparse los ojos con las manos para que las lamias y las brujas se evaporen y el futuro sea de nuevo un juguete de hojalata.

Amanecer como un náufrago. Ser robinsón de sí mismo; la isla, un muro circundante para alcanzar el sueño: dormir, dormir sin miedo, dormir sabiendo que no hay barco ni chalupa ni avioneta que vaya a dar con el peñasco. Morir allí para que tus huesos no viajen más allá del vuelo de una gaviota, y no haya plano ni mapa que permita encontrarte. Matar a Viernes antes de nombrarlo si se acerca.

Huir. Olvidarse de cómo huelen los abetos y el estiercol; olvidar el sabor de los gusanos y las liendres, arrancarse la lengua para enterrar el gusto agrio y terrible de la arcilla, olvidar cómo explotan en la boca los ojos de los peces al morderlos. Partir, partir.

Pero quedarse.


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Comentarios

me ha gustado muchísimo.
si me lo permites, te citaré.

Comentado por pini el 10 de Junio de 2004 a las 12:38 AM