La mañana del 11 de marzo no entendía nada. Ni la magnitud del atentado, ni el modus operandi, ni la oportunidad encajaban con mi particular interpretación de la realidad social que hay detrás de ETA y su entorno. Sé que mucha gente, gente a la que quiero y aprecio, puede disentir de mí, pero les aseguro que no es una interpretación infundada. Discutible, sí; infundada, no. En cualquier caso, había un elemento determinante: semejante acción suponía el suicidio definitivo de la banda terrorista, y de sus adláteres. No de otro modo entendía yo la inmediata salida a escena de Otegui. Debo confesar que no me lo creí.
Fue un día de confusión, de incomprensión, de desconcierto intelectual: ¿cómo me podía haber equivocado tanto? La tristeza, el dolor era tan personal, tan íntimo: medular. Tardé mucho más de lo habitual en hacer saber a Irene qué había sucedido, simplemente porque no podía. No podía explicarle algo que para mí no tenía explicación. Hubiese sido una crueldad intolerable.
A partir de las 9 de la noche mi mundo empezó a encajar. Al Qaeda reunía las características necesarias y posibles, a mi parecer, para realizar tamaña desmesura, tamaño desafuero. Incluso los tarados y descerebrados miembros de ETA saben qué es el Pozo del tío Raimundo, y lo que significa atentar en el corazón de Vallecas. Para ETA éste no era un atentado indiscriminado, no era una matanza ciega: hubieran sabido que estaban matando gente trabajadora, clase media baja, estudiantes, gitanos, inmigrantes... Para un terrorista islámico todos ellos no son mas que parte del primer mundo.
Condición humana, la que nos hace ser atroces, miserables, abyectos, infelices, necesarios.
Que la terrible tragedia fuese racionalizable no disminuyó un ápice mi dolor, como tampoco el conocimiento de la verdad disminuye en nada la masacre. Lo que me pareció execrable fue que el gobierno creyera que había unos culpables mejores que otros, que unos podrían hacer más llevadero el desastre para las víctimas que otros, que la acción de unos criminales y no de otros daba más sentido a su mundo, a su realidad, a su proyecto. Su reacción ni siquiera fue malvada: fue estúpida. ¿Recuerdan cuando les hablaba de la estupefacción? Simplemente no podían creer que no hubieran tenido razón, negaban la evidencia con el mismo afán con que el niño miente: no por ruindad, sino con el íntimo deseo que esa negativa modifique la realidad y haga que lo que ha sucedido no haya sucedido nunca. El niño miente para modificar su mundo, quisiera que el acto que le provoca la mentira no hubiese sucedido nunca. Pero pasó. Ni siquiera el creador puede hacer que lo que ha ocurrido no haya ocurrido. Son de derechas, pero no saben teología. Son de derechas, pero olvidaron los más simples valores de su infancia: no levantarás falso testimonio ni mentirás.
La rapidez con la que se han sucedido los acontecimientos, la satisfacción que algunos sentimos por la reacción ciudadana, por la exigencia cumplida, al fin, de responsabilidades, no nos puede hacer olvidar, de ningún modo, que la única imagen que debemos guardar en la memoria de estos días aciagos es la de las víctimas y sus familias; es la que describía una enfermera que había acudido en auxilio de las víctimas en los primeros momentos: un vagón del cercanías que estalló en el Pozo del tío Raimundo plagado de muertos, y de móviles sonando.
Irene tuvo pesadillas el jueves por la noche. Sus terrores nocturnos nunca fueron menos imaginarios.
No entiendo nada. No sólo de lo que ha pasado, sino de lo que dices. Al principio del artículo me ha sorprendió gratamente tu sinceridad. Reflejas el proceso interior que han tenido muchas personas y que no creo que se atrevan nunca a admitir, ni a admitirse. Es más, estos días lo que me ha parecido más “execrable fue que” alguien “creyera que había unos culpables mejores que otros, que unos podrían hacer más llevadero el desastre para las víctimas que otros, que la acción de unos criminales y no de otros daba más sentido a su mundo, a su realidad, a su proyecto”. Has tenido suerte, parece que, a eso de las nueve de la noche, tu mundo no se vino abajo.
Además, repites uno de los argumentos que jamás he conseguido entender: “hubieran sabido que estaban matando gente trabajadora, clase media baja, estudiantes, gitanos, inmigrantes...”. Sólo conozco personalmente a uno de los que han muerto, era Ingeniero. ¿Era objetivo tolerable?, no era de clase alta, pero tampoco media-baja. Quizás, tal y como van las cosas, deberíamos educar a nuestros hijos para que fueran inmigrantes, clase media-baja, gitanos (si se pudiera con los nuevos avances de la ingeniería genética), estudiantes (siempre y cuando no terminen nunca su estudios y cambien de estrato social),… Claro que eso sólo los libraría de un tipo de terrorismo.
¿Qué hay detrás de ese argumento? La única interpretación que puedo hacer es tan clasista, que no creo que sea eso lo que queréis decir. Yo siento la igualdad del hombre hasta en la muerte. No entiendo que, entre la población civil indefensa, sea peor que mueran ancianos, mujeres y niños, que varones de edad media. Sólo encuentro un argumento detrás de eso “tienen peor vida y merecen mejor muerte”. Porque, al fin y al cabo, una llega a la conclusión de que para el hombre la vida es sólo la económica, pero eso sería para otro momento.
Si me contestas, me gustaría que no lo hicieras desde planteamientos políticos, no pertenezco a ninguna de las dos españas e, intentando comprenderos, estoy recibiendo golpes de los dos lados.
En realidad, lo único positivo que me viene a la cabeza en estos días son unos versos que dicen: “Quiero un hombre/ que quiera un hombre nuevo”.
El título, perfecto, pero para aplicárselo a cada uno, yo incluida.
Lectora amable:
Sin duda expone temas que merecen tratarse con un cierto detenimiento, y que contribuirán a la formación cívica (i.e. política) de mi querida niña. Los abordaré en la siguiente entrega del 1 de abril, si no tiene inconveniente. Sólo le apunto que interpretar los argumentos de los otros no implica aceptarlos, y que otro gallo nos cantara si desde la escuela primaria se practicara un sencillo juego realmente educativo: debates o "juicios" en que los alumnos defiendan posturas contrapuestas, preferentemente aquellas que no se comparten, con la obligación de ganar a toda costa.
Suyo afectísimo
Arístides Segarra
Comentado por Segarra el 25 de Marzo de 2004 a las 11:40 AMDe nuevo no entiendo nada. Si mi comentario le ha resultado ofensivo, no era esa mi intención, y le pido disculpas.
No sé por qué infiere que me parezca mal interpretar los argumentos de los otros. He vuelto a leerlo y creo no referirme, en ningún momento, a nada que tenga relación con eso. Es más, es un intento de comprender sus argumentos, y no de forma retórica. Sólo se me ocurre que usted haya pensado que mi comentario se derive de cómo empieza su artículo, nada más lejos de mi intención. No me he referido a eso porque lo respeto. Creo que es inevitable y, supongo que adaptativo, funcionar con estereotipos, que el 99% de las personas le recriminarán por el primer comentario, pero soy un sujeto poco probable.
Ojalá todo el mundo intentara interpretar los argumentos de los otros. Pero los de todos, no sólo de los que están próximos, de ahí la contradicción que observé en su artículo. Aún así, no creo que su propuesta del colegio fuera útil, porque no es un problema de comprensión racional, es un problema de empatía, que tiene mucho que ver con los sentimientos. Tampoco sé si es muy adaptativo. Pero esto merecería una explicación mucho más larga, que tiene que ver con mi concepción actual de la psicología, y no creo que sea éste el foro.
Por supuesto, no tengo ningún inconveniente en que me conteste en el próximo artículo. O cuando le parezca conveniente.
P.D. Si cualquiera de los que me conoce leyera su sugerencia de practicar “un sencillo juego realmente educativo: debates o "juicios" en que los alumnos defiendan posturas contrapuestas, preferentemente aquellas que no se comparten, con la obligación de ganar a toda costa”, le dirían que no conviene tentar al diablo.
Muy agradecida por su contestación,