Han sido cuatro días, amigas, en los que la tele con pantalla de plasma que habita en un salón privilegiado del palacete ha estado encendida siempre.
Primero, como todas sabéis, por culpa de las armas de destrucción masiva colocadas en cuatro trenes de currantes que iban al curro. Uno como yo, que se dedica a sus labores (incluido ver la tele por vosotras), no se podía mover; era como si me hubieran dado una patada en el alma, estaba desfondado.
El personal del palacete iba y venía, ocupado también en sus labores, y preguntaba qué iba pasando. El desaliento, el miedo, el luto eran dueños de nuestras voces, de nuestras miradas.
Con la tarde empezamos a discutir: ¿quién ha sido?
El señor que conduce mi auto se empeñaba en repetir que el gobierno debía hacer algo, significando quizá que fuéramos a la guerra contra los vascos. La ira era tal.
El señor que se encarga de cuidar los jardines del palacete decía, Esto no es ETA. Su mujer, jefa absoluta de nuestra cocina, no dejaba de secarse las manos secas en el delantal y concordaba con su marido: No nos lo dicen todo.
La tristeza llenaba la casa. Alguien trajo una bandera y un crespón y los colgamos sobre el pórtico de la entrada, tapando el escudo de mis antepasados.
Mi chavala llegó del trabajo y se enganchó a la tele. Yo deambulaba por la internet en busca de más noticias.
El viernes la conciencia de que grupos ligados al mal islam eran los responsables, empezó a tomar cuerpo.
Le dije al personal que se sintieran libres de hacer lo que les apeteciera. Por la tarde fuimos a la manifestación todos menos Borja, que no está capacitado para pillar la magnitud de la catástrofe.
El sábado salí a ver unas fincas de mi propiedad. Al volver, ya oscuro el día, me encontré con mi chavala y todo el personal sentados delante de la pantalla de plasma siguiendo los acontecimientos por Euronews. Estaba casi confirmada la culpa de integristas islámicos en la tragedia. El corazón se nos apretaba cada vez que repetían las imágenes del crimen, cada vez que algún familiar aparecía en la pantalla. Algo de su desolación también era nuestro.
También crecía la indignación por la gestión que el gobierno estaba haciendo de la crisis. Crecía en la calle, crecía en la pantalla, crecía entre nosotros.
Era el día de reflexión. Mi chavala me contó que el diario El Mundo había publicado una entrevista a toda página con el Sr. Rajoy. La jefa de nuestra cocina anunció, Este está perdiendo los papeles.
Su diagnóstico quedó confirmado más tarde, cuando el Sr. Rajoy dio una rueda de prensa en la sede central de su partido pidiendo que se ilegalizara la manifestación espontánea que se iba formando fuera. Sólo faltaba la intención de ilegalizar a la ciudadanía para que nos quedara bien claro que el pánico cundía entre los miembros del gobierno y su partido.
El domingo fuimos todos a votar. Sé como votó mi chavala, porque me lo dijo. Pero no me atreví a preguntárselo al personal del palacete.
Cuando volvimos era temprano aún. Le pedí a la jefa de nuestra cocina que inventara algo magnífico para comer. A la señora encargada de llevar la casa y a su asistenta les pedí que abriesen el gran comedor. Celebraríamos, les dije a todos. Comeríamos todos juntos. ¿Pero qué hay que celebrar?, preguntó el señor que conduce mi coche. Y mi chavala, que me entendió enseguida, le contestó: Hay que celebrar la democracia.
Hoy es lunes. El crespón negro sigue en la fachada del palacete. No sé cuando lo quitaremos. Por ahora lo necesitamos ahí.
Se puede decir,sin temor a equivocarme,que has coseguido una frase memorable >> culpa de las armas de destrucción masiva colocadas en cuatro trenes de currantes.<<
digna de un pedazo de escritor.
Un cordial abrazo.