Me disculpará el amable lector si ahora, año y medio después de iniciada esta sección que tan amablemente toleran los gestores de Almacén, les hablo de algunos porqués sobre mi niña de manera más descarnada de lo habitual. Esta entrega me ha pillado un poco flojo, ya ven, como necesitado de justificación o comentario.
El acto volitivo mediante el cual decidí tener un hijo (eso que los paganos adoradores de tótems psicológicos llaman deseo) ha causado siempre la comprensible incomprensión de mi entorno inmediato: o bien por razones de oportunidad, o por razones de anti-paternidad personales. Evidentemente, sólo me interesan las segundas. Vivo inmerso, por tanto, en un ambiente social que no entendía el porqué, o que no entendía que pudiera haber un porqué para ello, más allá del mero deseo.
Para el imaginario colectivo en el que vivimos inmersos el deseo es el agente principal de la felicidad. Cumplir un deseo, o todos los deseos es la medida de una vida llena, satisfactoria. El deber es su contrapunto, cuando no su opuesto. Ha quedado relegado a la justificación de actos abyectos (el cumplimiento del deber militar: la muerte del otro), o a la realización de tareas odiadas pero necesarias para la supervivencia económica presente o futura. Epicuro explicado por la televisión.
El mero deseo, pues, como motor de la paternidad convierte a los niños en instrumentos de placer (una mala lectura de esta frase sólo será eso, una mala lectura), de autosatisfacción, de felicidad, en suma. Síntoma y compendio de los males que aquejan a nuestra sociedad, esencia de su vacua vanidad. ¿Qué distingue una paternidad fruto del deseo de un coche deseado, o de un acto sexual deseado?
La conciencia del deber y su cumplimiento justificó, en tiempos pasados, vidas y muertes, no sólo estas últimas. En el cumplimiento de los deberes estribaba la honestidad de una vida, como en el incumplimiento de los mismos su deshonestidad. Rousseaunianos como somos, olvidamos o desconocemos su combate por la virtud contra sus deseos más queridos y como reinado sobre su propio corazón. Kant llevó a su apogeo la gloria del deber incondicional, Comte no reconocía más derecho que el de cumplir siempre con el deber, sólo era moral el deber de vivir para otro. No piensen ustedes en la abnegación cristiana, más bien en el contrapunto al individualismo posesivo que consagra la preponderancia de la relación con las cosas sobre la relación con los hombres.
Mis amigos, que conocen la autoexigencia como método de vida, entienden, aunque no compartan, mis razones. Aunque ellos no estén dispuestos a subordinar partes fundamentales de su existencia a una criatura, comprenden que en ocasiones el deber no es una imposición, sino una elección, y que probablemente en ello radique un atisbo de la felicidad auténtica, tan alejada de la mera satisfacción.
En el último capítulo de ER emitido en España el doctor Green vive sus últimos días y muere en Hawai, acompañado por su hija adolescente. En su último diálogo con ella busca en su cerebro devastado por la enfermedad algo que todavía no haya dicho a la muchacha, algo necesario para su vida, algo que un padre debe decir, y que una hija necesita escuchar de su padre: “Generosidad. Sé generosa con tu tiempo. Sé generosa con los demás”. Un deber, una exigencia ética.
Morimos solos, pero vivimos en compañía, y yo elegí cuál sería mi deber, con quien vivir, y quien me acompañará al final: puede que sea una mera cuestión de seguridad, sólo una forma de vencer el miedo, sólo un deber buscado para justificar la voluntad de vivir.