Abandonar una vida, comenzar otra. Debe pasar un tiempo entre una vida y otra, un tiempo en el que el pasado todavía pesará y el presente no tendrá la suficiente fuerza, traída del futuro, como para que la nueva vida pueda abarcar toda la imaginación, todo espacio y todo instante de la consciencia y de los sueños. Ese tiempo intermedio es como una enfermedad, o mejor, como una convalecencia, en la que uno parece estar ya fuera de peligro, pero no acaba de sentirse con fuerzas como para ponerse en pie y echarse a vivir.
A mí me pasó, cuando tuve que empezar a vivir solo, cuando tuve que reconstruir mi existencia, intentando que el pasado no pesase tanto y el futuro se abriera de alguna forma. Porque sin futuro el presente no existe. Como todo convaleciente, me vi obligado a reflexionar sobre aquello que quería conservar de mi vida anterior y lo que no, lo que debería renovar. Quienes leen esta columna con regularidad saben que opté por una vida más austera, más fácil, alejada de cualquier ajetreo: una vida contemplativa, como dice entre risas mi amigo Colom.
Pero deben saber también que todavía no ha terminado el período de transición, aunque ya dura años. Si hubiera terminado, no estaría escribiendo esto. De hecho, a veces creo que la escritura de esta columna lo prolonga, al moverme a pensar sobre mi vida, sobre decisiones y detalles que quizá no debería discutir demasiado conmigo mismo. Y en realidad importan poco a los demás.
Tampoco se trata de cancelar lo que uno ha vivido. Se trata de encontrar un equilibrio entre la memoria de aquello que ya no se puede tocar, porque ya no existe, y lo que permanece tangible en el presente. El nudo de la memoria que se forma en mi estómago cuando recuerdo algunas cosas es doloroso. La mayoría de las veces ese dolor me obliga a quedarme inmóvil, esperando a que pase. Otras veces el dolor se convierte en rabia, rabia ante mis errores, ante los errores de otros, ante lo que ya no tiene remedio.
Cuando eso ocurre, es como si me quedara sin respiración. Y muchas veces el remedio es salir a la calle a caminar, a coger aire, a admirar la luz de la ciudad donde decidí vivir cuando aún no salía de mi convalecencia. Esa luz me produce tanto placer, que la rabia se disipa; esta luz mediterránea me ayuda a vivir.
El dolor del pasado me obliga a quedarme inmóvil; la rabia del pasado me obliga a moverme. El primero pasa con la anulación del presente y del futuro, con una especie de trance en la que me obligo a dejar mi mente en blanco. El segundo pasa con una aceptación del presente y del futuro, con la apertura de los sentidos, con la aceptación de lo que me rodea.
Estas son claves reconocibles en la mayoría de las religiones, claro. Creo que soy un hombre religioso. El que sea solitario, que haya aprendido a amar mi soledad es quizá lo que me salva de acudir a la religión establecida en busca de solaz. Y me alegro, porque precisamente eso es lo que no quiero, no quiero que nadie me perdone, ni que nadie me solace. La vida que he escogido en esta convalecencia, el futuro que me he propuesto es exactamente lo que digo: una vida sin solaz en la que el consuelo ante la pérdida de lo ya irrecuperable no ha lugar.