Enero, lunes, 5.- Un grupo de amigos se ha reunido en la Iglesia de San José en el Village, la víspera del día de los Reyes, para recordar a José Olivio Jiménez. Eran pocos, pero todos queridos del crítico cubano. Hace frío y la tarde está llena de lluvia y soledad. El sacerdote en la homilía habla de los tres reyes magos, astrólogos y paganos que siguiendo una luz, una estrella, buscaban algo que era importante para ellos, algo que les impulsaba a seguir buscando, algo que estaba pasando o había pasado pero que no sabían lo que era. Según lo describe el oficiante es como un cuento con final feliz, una historia para ser contada en una noche que para algunos es la más mágica de todas. Siguiendo mi propia estrella por un momento vuelvo a Toledo una noche como ésta, hace ya muchos años, y veo junto a mis zapatos relucientes mis regalos y mi vida que empezaba y siento frío en esta iglesia grande y oscura y sé que mañana tengo que tachar un nombre, una dirección y un teléfono y al hacerlo me quedaré un poco más solo. Miro, mientras el celebrante nos aclara el verdadero significado de la estrella, a los asistentes, a sus rostros y a sus cuerpos que han vivido fuera de su país por muchos años y que se van muriendo en una tierra que no es la suya, ya sin la esperanza de volver a los primeros tiempos, el fuego de entonces, ahora ascua mansa, rescoldo dócil. Rostros que conocieron y amaron al amigo que ahora recuerdan, rostros que compartieron con él momentos especiales, cuando eran cuerpos jóvenes y hermosos y La Habana era la ciudad más bella del mundo. Rostros con la mirada escrita de niebla, el corazón casi dormido y los bolsillos llenos de nombres que murieron. Todos los reunidos representaban, sin saberlo tal vez, las muchas vidas y los muchos mundos en los que José Olivio vivió, pero sobre todo en su mundo en el que fue como los tres reyes magos: se pasó toda la vida siguiendo una estrella misteriosa que le guiaba, que le encendía su mirada y le abría caminos sobre la mar. Una estrella que le tomaba a veces de la mano, que le acariciaba el corazón y le adentraba en la oscuridad para salir iluminado. Toda su vida José Olivio tuvo las manos y el corazón llenos de versos, de nombres, de libros, de poetas y de noches. Y llevaba un cofre con el oro de su sabiduría, un arca de plata con el incienso de su bondad, una caja de madera de sándalo con la mirra de su ternura. Al final siguiendo la estrella que le guió toda su vida se encontró con lo que el astro resplandeciente le señalaba. Se encontró con la belleza y con ella la salvación. Liberado de dolores que le doblaban el alma y la espalda, absuelto de máscaras y tubos que le desfiguraban, libre del peso de la vida que le alejaba de sus amigos, mirando el resplandor que siempre le siguió con los ojos aterrorizados de la muerte, se encontró con la Luz más pura, la eterna. Resuelto el misterio del brillo de la estrella, cegado de la sombra más limpia, los ojos nevados de agua mansa, se fue a vivir —Todo lo que es hermoso tiene su instante, y pasa— con la Poesía para siempre.