Revista poética Almacén
Punto de encuentro

[Alfredo Bruñó]

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El encuentro en el solsticio

Como todos los años desde hace diez, he pasado, estoy pasando estas fiestas solo. O como dice un buen amigo, en compañía de mi mismo. Mis amigos han salido de vacaciones o están en familia; mi familia vive, para mi tranquilidad, desperdigada por el mundo. Al principio, siempre había quien me invitara a pasar las navidades en su casa, y yo tenía que explicar, intentando siempre hacerlo sin ofender, que prefiero la soledad.

Quienes hayan antes leído estas columnas que Almacén me encarga, sabrán que detesto las aglomeraciones, incluso las de seis o siete personas. Y deben saber también que detesto los aeropuertos, sobre todo cuando a toda la población se le ocurre trasladarse al mismo tiempo. Así, ya que viajar me está vedado en estas fechas, y prefiero evitar los encuentros con la familia, la mía o la de otros, el círculo de las opciones se hace confortablemente pequeño, al punto que no tengo que decidir nada: me quedo en casa y me quedo solo, como un camaleón que ha perdido la necesidad-habilidad de cambiar de color.

Eso, sin embargo, no significa que me quede sin celebrar. Me encantan las celebraciones y aunque normalmente no dependo de las fechas, éstas me proporcionan la excusa perfecta. ¿Por qué no voy a celebrar, como buen hijo del Mediterráneo, el solsticio de invierno?

Este año, como en los últimos tres hablé con un buen amigo que se dedica profesionalmente a la cocina. Entre los dos convenimos una serie de menús fáciles de preparar de antemano y de llevar a la mesa calientes sin la necia necesidad de un horno de microondas, otra de las concesiones a la modernidad que me rehuso a hacer.

Como nadie me paga por hacer publicidad, creo que no es necesario que mencione las marcas de los vinos que mi buen amigo y yo seleccionamos para este solsticio. Diré que el veinticuatro abrí una botella de Rueda, el veinticinco una de cava por la mañana y otra de Ribera del Duero para comer y el veintiséis una de la Rioja Alta.

El Rueda era para acompañar unas carnes frías, queso de varias procedencias y denominaciones y unas empanadillas de merluza en cuya elaboración mi amigo cocinero es maestro. El cava fue lo que abrí al volver de mi paseo matutino por las calles desiertas del día veinticinco. El almuerzo se componía de las abundantes sobras de la noche anterior.

Una hora de comer descorché y decanté el Ribera que serviría para enjuagar el cocido navideño que el maestro me preparó a la manera catalana. Comí tanto que la siesta fue obligatoria y la cena apenas testimonial. Al día siguiente, trituré las carnes sobrantes del cocido, y me preparé los canalones de rigor para beberme la botella de Rioja sin remordimientos. Debo añadir que tengo un hígado que aún no me traiciona.

Entre comidas paseos y cenas leí mi único regalo de Navidad, el que me hizo Roger Colom antes de irse a las Américas: The Voice at 3:00 A.M., una selección de poemas de Charles Simic. Para terminar, cito una estrofa que me llamó la atención:

Best of all is to be idle,
And especially on a Thursday,
And to sip wine while studying the light:
The way it ages, yellows, turns ashen
And then hesitates forever
On the threshold of the night
That could be bringing the first frost.

Siempre he pensado que la labor de un poema es esconder, no revelar. La gracia, claro, consiste en averiguar lo que el poema no quiere mostrar. Pero si encuentran y leen el resto del poema, quizá vean el otro lado de mi celebración, el que ha tenido lugar en mi recuerdo y ha marcado, como un hierro para el ganado, mi felicidad.


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