Irene tendrá el regalo que desea para reyes: un conjunto que contiene muñecas con sus bebés, sus ropitas, sus camitas, sus cunitas, sus cocinitas, sus fregaderitos... Lo pidió ya en el verano, cuando, en un imperdonable descuido por mi parte, lo descubrió en un catálogo de juguetes olvidado en un rincón. Como su padre lava la conciencia con Skip, el detergente más caro, el precio del juguete es proporcional al enjuague que han necesitado mis neuronas, y las de mi querida, más reacias, si cabe, al abandono de nuestras adherencias morales. Ella ha necesitado, además, suavizante.
En realidad, amable lector, lo que más me irrita de ceder a este antojo de mi niña es la cantidad de energía que tendré que dedicar a compensar los efectos que el juguete provoque en ella. Aunque, bien pensado, puede ser la estrategia perfecta para contrarrestar los efectos ideológicos y psicológicos de la asunción del rol patriarcal femenino, en la medida en que el sostén de mi vejez los explicita a través del juego.
Me contradigo, ya lo sé amable lector. Pero mi contradicción no es sino un reflejo social, una artimaña de mi mente para no sentirme excluido de la realidad.
A través de la ventana de mi escritorio diviso un paisaje impagable. Mis vecinas tienden la ropa. la del tercero, buen tipo según los estereotipos al uso, guapa, madre, sombría, taciturna, sola, con los ojos hinchados no seguramente del sueño, pues es la segunda lavadora que tiende hoy. La segunda, gordita, feliz, sonriente ante la colaboración del marido/compañero que desenmaraña las piezas de ropa y las alisa para que ella sólo tenga que tenderlas y afianzarlas con las pinzas. Destinos cruzados según las convenciones sociales: la guapa debe alcanzar un estatus económico mayor que le permita verse libre de las esclavitudes sociales de su género. Contemplo, pues, a través de mi ventana una inversión carnavalesca que subvierte el decoro social, pero que refleja una realidad tozuda en su inmovilismo: mujeres tendiendo la ropa. Como mi niña jugando a ser mujer.
Estamos ante el síntoma de una enfermedad que afecta a todos. El sistema social y económico español es un paraíso cerrado para muchos, con jardines abiertos para pocos, y contemplado por todos. No hay posibilidades reales de cambio social individual: los ricos son más ricos y los pobres son mas pobres. Pero para dar la impresión de movilidad, existe la televisión: a determinados (muchos) atorrantes se les tolera e incluso se les defiende porque ganan dinero con ello. Naturalmente la lotería. El fútbol (sus jugadores). El espectáculo (los intérpretes). Sus protagonistas se convierten así en símbolo del ascenso social, en intermediarios entre la clase alta y la media. La baja no cuenta. Habla árabe, wolof o ucraniano. La apariencia, las apariencias, el honor (la dimensión moral de la adecuación a las convenciones sociales), pues, lo son todo. Tener un piso en propiedad es una cuestión de honor. Lean, o mejor, vean el teatro del siglo XVII desde ese punto de vista: nihil novum, ya saben.
Nos hemos convertido en una sociedad de pícaros, como cuñas clavándose en las grietas del edificio social. El problema es que no queda otro sitio por donde entrar, a no ser que tropieces con un príncipe durante una cena con amigos. Siempre hay esperanza para la clase media.
me sabe a poco y es bueno quizá,la conclusión,está un poco manida yá.
Comentado por Angel jardon el 1 de Enero de 2004 a las 02:59 PMTenemos lo que buscamos?
Comentado por Alfredo el 29 de Julio de 2004 a las 10:53 AM