Sobre las cenizas de las guerras de religión, los países de occidente sembraron la paz de Westfalia. Tras soportar casi un siglo de masacres indiscriminadas, y conscientes de la imposible tarea de aniquilar a su rival, optaron por soportarlo civilizadamente. De esa experiencia límite nacieron los tratados y ensayos acerca de la tolerancia (Locke, Voltaire,...), y creció sobre ellos el árbol polimórfico del Estado moderno, culminado con la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. A grandes rasgos, y aun a riesgo de ser tachado de reduccionista, esa fue la clave de bóveda, la piedra angular que logró concentrar, en un momento y lugar determinados, las fuerzas y vectores necesarios para que el hombre se rebelara contra la intolerancia y la tiranía.
Sin embargo, hubo algún país europeo, anclado en la rancia tradición inquisitorial del catolicismo, en el que sus gobernantes se sintieron llamados por la historia para guardar con las armas y a buen recaudo las creencias que otros trataban de combatir con la razón, y se convirtieron así en fortaleza inexpugnable frente al enemigo exterior. En lugar de abrir un hueco, siquiera teórico, donde habilitar un espacio común para la convivencia entre creencias dispares, la dialéctica de la guerra alimentó los cimientos de la barbarie, y creció hacia adentro la espiral de la tiranía y la intolerancia. Si en otros lugares se logró, con mayor o menor acierto, la pacífica convivencia entre iguales, en ese país se alimentó el odio a lo otro, porque lo otro trataba de eliminar las creencias que sustentaban su existencia misma, según las engoladas teorías proféticas que les hacían a sus gobernantes verse como la avanzadilla de la historia. Pero en vez de ir por delante, los hechos de la historia les fueron demostrando que llegaban tarde a todos los sitios. Y mientras la reserva espiritual de occidente se llenaba de telarañas por las rincones, el mundo crecía con la ilusión —inocente las más de las veces— de alcanzar mayores cotas de libertad, convencidos sus agentes —revolucionarios o no— de que sólo en libertad cabe entender el desarrollo integral del ser humano.
Las constituciones que organizaron políticamente esas sociedades occidentales partían de cuatro o cinco principios básicos, sin mayor parafernalia. Y todos ellos podían reducirse a un respeto escrupuloso a la libertad del individuo. Tales constituciones, y la Declaración de derechos de 1789 por encima de todas, no buscaban una verdad última, no se configuraban como palabra sagrada. Simplemente, se predicaban como método útil para la convivencia entre quienes sufrieron la experiencia histórica de la guerra y deseaban convivir en paz, a pesar de pensar distinto y no compartir con los otros una visión última de las cosas.
Como afirma Rorty, se trataba de dar primacía a la democracia sobre la filosofía y la teoría política, en cuanto fórmula útil de convivencia, más allá de su valor de verdad. Lo que distingue a los principios de la Declaración de derechos de 1789 del resto de creencias es que es la única que no pretende erigirse como verdadera, en contraposición a las otras, que sí lo pretenden. Antes bien, se convierte en método capaz de habilitar un espacio común para convivir, para debatir, incluso entre quienes no creen en los principios de la declaración. Es la “paradoja de la teoría política” que nos muestra con lucidez J. Rawls: no se trata tanto de hacer una glosa de verdades políticas como de intentar un análisis del método de convivencia que sea capaz de reunir a todas las verdades y creencias.
Cuando escucho a los actuales gobernantes de ese rancio país europeo, y les veo blandir la constitución como arma arrojadiza frente a quien no piensa como ellos, o usar la bandera por el lado del mástil para darle en el cogote al vecino, me inclino a pensar que el tiempo de la historia continua detenido más acá de las fronteras, y que esos principios de tolerancia y convivencia pacífica de los que hablaba la Declaración de 1789 se llevan en los genes o no se llevan, y que fuimos ilusos quienes alguna vez pensamos que nuestros actuales gobernantes serían capaces de cambiar sus hábitos, pese a haber transcurrido casi doscientos años sin práctica política democrática. Hoy estoy en condiciones de afirmar que me equivoqué.
Un país necesita asentar bien el suelo de la convivencia para poder vivir y trabajar en paz sobre él, con el acuerdo tácito de no utilizar las baldosas que lo conforman como arma política. Estaba en un engaño al pensar que ese país, que fusiló republicanos, que expulsó liberales y liquidó afrancesados, podía llegar a convertirse, por arte de birlibirloque, en paradigma de convivencia. Nuestros actuales gobernantes no han sudado, no han trabajado, no han conquistado la convivencia. Se la encontraron regalada. Y encima, se la apropian y la transforman en creencia, en verdad última, en apotegma. El rictus autoritario aparece en sus rostros al hincharse la boca glosando los parabienes de la constitución. A poco que nos fijemos, en sus expresiones se deja ver un gesto profético, un aire de predicadores que insuflan en las masas dosis elevadas de mensajes religiosos.
La falacia, en el sentido de engaño o fraude, está servida: las constituciones democráticas no son instrumentos para combatir las ideas del que no piensa como yo. Antes al contrario, las constituciones son el más sencillo medio de convivencia entre quienes, precisamente, no piensan igual, entre los que cabe incluir, por supuesto, a quienes piensan que ese misma constitución debe ser no ya modificada, sino derogada: dejarles expresar sus ideas es la base sobre la que descansa esa práctica política que reclamaba Rawls.
No debería ser tan difícil entenderlo, pienso. Basta con escuchar los ecos de los que aún gritan en los paredones de fusilamiento pidiendo libertad. Pero incluso entonces, a nuestros actuales gobernantes no se les ocurre otra cosa sino decir que esos gritos huelen a naftalina. Tristemente, no me reconozco como ciudadano de este país, con estos gobernantes, con esa su constitución que desde luego no es la mía. Nos la están convirtiendo en verdad revelada. Y de ahí al templo hay muy poca distancia.