Testosterona. La testosterona es una hormona presente en ambos géneros, pero en mayor cantidad en los machos. Durante la gestación, imprime a éstos unas características masculinas específicas, cerebrales, físicas y conductuales.
Durante el desarrollo puberal, un segundo flujo termina de esculpir al hombre en sus rasgos más reconocibles: crece el pene, aparece la barba, se pierde materia grasa, se ganan músculos, se ensancha la espalda, las mandíbulas se marcan, la voz se agrava.
Una presencia excesiva de testosterona provoca comportamientos disfuncionales: excesiva agresividad, incapacidad relacional, desinterés por actividades que impliquen cooperación o respeto... En las mujeres, además, masculinización física. La ausencia, en los machos, produce “feminización”: en los casos más graves, hipogonadismo; en los menos, afinamiento de la voz, ligera acumulación de grasa en la zona pélvica, lampiñismo, carácter dulcificado, espíritu cooperativo y compasivo...
Chandalismo. Más del 90% de los delitos con violencia, en todas las culturas, lo cometen hombres. El estudio biológico de su origen señala ominosamente a la testosterona como la causante de la virulencia del macho.
Junto a la cólera, la ira, los celos sexuales o la vocación de dominación, el comportamiento violento ha constituido un dispositivo de supervivencia fundamental en la trayectoria evolutiva masculina y, por tanto, de la humana.
Pero la cultura no se ha desarrollado en paralelo a los cambios evolutivos. Nuestra civilización ha reglado que la violencia irracional y algunas de sus manifestaciones no tienen lugar ni sentido en su seno; actualmente deplora la agresión sexual. Sin embargo, se encuentra con individuos innecesariamente violentos (crueles, abusones, innobles, violadores, maltratadores) a cuyo comportamiento adjudica causas estrictamente culturales (sistemas políticos salvajes, televisión, desarraigo familiar, indisciplina, desmotivación).
No dudo de que nuestro modelo social no influya en la generación de actitudes violentas, pero tampoco creo que ninguna medida sociopolítica sea lo suficientemente profunda ni veloz como para 'cambiar' a la gente violenta que nos asusta. Básicamente porque “la violencia” no es un problema, sino un mecanismo biológico que tendremos que ir mutando culturalmente, a ver qué pasa.
Farmacopea utópica. La disciplina que estudia la Química puede autodenominarse Ciencia con toda justicia y legitimidad. Sucesora de la Alquimia, el objeto de su estudio —los elementos primordiales y sus creativas combinaciones, en esencia— nos alcanza una comprensión profunda de los procesos vivos, nos permite 'copiarlos' e, incluso, crearlos: otro elemento químico nuevo, 'inventado', acaba de ser incluido en la tabla de los elementos periódicos.
Los impulsos eléctricos y las operaciones químicas son el abc tecnológico de la vida. Una vida que no es, como nos gusta creer, perfecta, ni en sus procesos ni en sus resultados, ya que su trayectoria es azarosa. Muchas “enfermedades”, a las que se adjudicaba un origen psicológico, están pudiendo ser entendidas y tratadas eficazmente desde la lectura biológica y el tratamiento químico reequilibrante, pues, aunque hubiera otras, ésa es una causa real en las esquizofrenias, psicosis, depresiones, ansiedades, úlceras nerviosas, etc.
La farmacopea tiene el mejor futuro, pues nosotros mismos somos “pura química”: cada vez más específicas, las intervenciones químicas se dirigen con precisión molecular hacia la región cerebral interviniente en nuestros estados psicofísicos: para su20 perar la timidez, para provocar éxtasis místicos, para ordenar las ideas, para mejorar la puntería, para estar más felices, para ser menos violentos...
¿Sería usted capaz de no tirar de Viagra si se quedara sin vida sexual?
Con los productos que vamos a tener a nuestro alcance, más nos vale dejar de confundir química con moral o con derecho. Y tenemos derecho a no ser agredidos/as. Así que a ver si se dan prisa en inventar la tirita antiviolencia o el jarabe antichandaleros. Plis.