Toda acción involucra una forma de estar y de vivir en el mundo. Incluso en su negación está implícita esta idea: el no hacer algo es predicado sólo de alguien que sí es capaz de hacerlo, ya que de una piedra no decimos que ha dejado de hacer esto o lo otro. En la acción nos identificamos como seres vivos, como seres animados. La filosofía de la praxis viene a poner el énfasis en la posibilidad de alterar el orden de cosas que rige actualmente el mundo, frente a las tesis que se limitan a contemplarlo y a explicarlo tal cual es (de inmediato me pregunto: ¿Acaso es posible concebir una perspectiva ajena al mundo, capaz de contemplarlo tal cual es?). En la última de sus 11 tesis sobre Feuerbach, escribía Marx que “los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (los ecos del Fausto de Goethe resuenan en esa invitación: "En el principio fue la acción...").
La filosofía que trata de explicarnos el mundo con una foto fija, y que cierra con esa explicación toda posibilidad de cambio, no es en absoluto imparcial. Ninguna idea, a estas alturas de la historia, puede reivindicarse como neutral. Todo pensamiento implica una visión del mundo. Y no de un mundo abstracto, sino de un mundo repleto de cosas concretas que suceden y se suceden sin tregua, y que provocan precisamente la posibilidad de pensarlo. ¿Entonces? Desde el discurso oficial, labrado en los aledaños del poder, se está en constante guardia frente a todo aquello que ponga en duda o cuestione el estado de cosas actual, no ya como el mejor posible, sino como el único ciertamente viable para resolver los problemas con los que nos enfrentamos. Lo vemos en nuestra vida diaria, y también en las grandes decisiones "de Estado", con mayúsculas.
El mal llamado pensamiento único es fruto de esa obsesión por magnificar desde el poder —no ya desde el poder político, que hace las veces de vocero, sino fundamentalmente desde el económico, el único que realmente puede— los parabienes del sistema. Decir que fuera de mí no hay nada sino el caos, es aventurar al díscolo todos los males imaginables por serlo. Y más: toda actitud —estética, moral, política, filosófica, etc.— que pretenda resaltar la diferencia, y luche por salirse fuera de la norma, será tarde o temprano asumida como una más de las múltiples maneras de vivir que hoy nos permite el sistema. Es como si lanzara un aviso a navegantes: todo aquel que pretenda salir será fagocitado. Perded toda esperanza. No hay salida. El agujero negro del poder no deja escapar ni la luz de las ideas. De su mayor enemigo hace bandera, y la expone en sus vitrinas al igual que el cazador muestra su pieza colgada de la pared, como precioso trofeo obtenido tras una labrada victoria.
No preconizar el cambio de sistema, sino sólo el cambio en el modo de gestionarlo, es la llave que cierra el círculo: mi escepticismo se quedará fuera; pero, aterido de frío y sin defensas, acabará pereciendo frente a los elementos exteriores. ¿Caben soluciones? Permitidme que lo dude: si caben, será asomándose al abismo, y por ello mismo, no estarán exentas de vértigo. E incluso antes de asomarnos, necesitaremos conocer la línea que separa la tierra firme del precipicio. Tarea estéril: entre ambos espacios no hay una frontera nítida, no hay elementos de juicio válidos por cristalinos, no hay panaceas ni paradigmas, no hay cimientos sólidos sobre los que asentar un mínimo de creencias. Porque se trata de vivir, y la vida es cambiante, el inconformista debería vivir en revolución constante. Pero ello es una utopía, y como tal nos aloja en el escepticismo. Insisto de nuevo: ¿Caben soluciones? Hay que reconocer que el abismo es un espacio inhabitable para el ser humano, pues carece de alas para sobrevolarlo. Lo que equivale a decir que no, que no caben soluciones reales.
En un viaje de ida y vuelta, parece que no hemos hecho otra cosa que dar rodeos a lo largo de la historia. Si el escepticismo impera, ¿a qué viene preguntarse por la praxis, por la naturaleza de la acción o por la acción misma? ¿No es acaso una pregunta retórica? ¿Qué sentido tiene preguntar y preguntar y preguntar, si el que pregunta sabe de antemano que no tiene respuesta? La astilla del preguntón horada nuestras neuronas con la frialdad del autómata: insiste en decirnos que no tenemos salida, pero seguimos dibujando líneas y construyendo mapas para descifrar el lugar donde escondieron el tesoro. (A nadie importa ya que el tesoro jamás fuera escondido. ¿Y qué? ¡A estas alturas...!)