Revista poética Almacén
Por arte de birlibirloque

[Agustín Ijalba]

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A vueltas con la escritura

Escribir acerca de cualquier cosa es como extender una red alrededor de la realidad para cobijarse junto a ella. El lenguaje es la cueva donde acudimos a modo de refugio frente a las tormentas, en esos instantes en que te interrogas y no encuentras nada que llevarte a la boca. Ejercicio de equilibrio entre realidad e imaginación, la palabra es un alambre tendido entre dos extremos por naturaleza inestables, que mudan constantemente de piel para confundirse y confundirnos. Un amago de acuerdo parece dibujarse en los horizontes despejados, cuando brilla la luz al albur de los encuentros fortuitos. Pero es escasa la claridad, y tras ella nos invade la turbación y el pesimismo. Construimos entonces recodos tenebrosos, imágenes lúgubres, metáforas ocultas tras el velo de la oscuridad, complicados retruécanos que parecen globos sonda lanzados hacia el interior de nuestras conciencias, donde vagan sin anclaje al que asirse.

Escribir acerca de cualquier cosa es un asunto que se aproxima más al trabajo que nos exige el mantenimiento cotidiano de la casa donde vivimos: hacer la cama, recoger la mesa, lavar y tender la ropa, fregar los platos, cocinar, limpiar el polvo o barrer. Todas ellas son funciones profilácticas, que sirven para mantener el orden en nuestro espacio vital, y nos exigen clasificar y tener a mano los objetos e instrumentos adecuados. Igual que guardamos los cubiertos en un cajón y las sartenes en otro, o colgadas de un clavo —¡cuántas veces se quedan encima del fogón!—, al acudir a la página a trabajar un texto se nos requiere dividir las palabras en sustantivos y adjetivos, se nos pide articular verbos, deslizar oraciones condicionales, mantener en orden los rincones de la frase, dividir con sentido los párrafos, ventilar las habitaciones al llegar la luz del día, hacer en definitiva que el texto todavía somnoliento se lave la cara y deje de aparentar que es reflejo de algo o de alguien, y se reconozca a sí mismo frente al espejo como una pieza más de esa realidad de la que nos dice ser su mera representación. He ahí la vuelta de tuerca que nos permite vagar por lugares imposibles con una pasmosa naturalidad, sin sorprendernos porque nos digan que la escoba lleva en volandas a la bruja.

Que no nos engañen con distinciones entre lo realista y lo fantástico. Hasta el más pegado a tierra de los ensayos científicos necesita recurrir a la fantasía y a la metáfora —cuyas raíces se hunden, recordémoslo, en tratar de explicar esto según es aquello— para exponernos sus tesis. Los tratados que pretenden explicar la realidad y sus complejos mecanismos hurgan en sus goznes con la púa de la imaginación. La escritura se nos muestra siempre en esa zona crepuscular, intermedia entre el sueño y la vigilia, donde la verdad tan pronto se conduce con los pies pegados al suelo como salta volando por las nubes. Y no por vagar por el mundo de lo onírico, o por pretender hundir sus raíces en él, logrará el texto literario ser más fantástico. Antes bien, será más legañoso.

Ese alambre sobre el que nos deslizamos al componer palabras da media vuelta y regresa a su origen, haciendo que lo real nos parezca fantástico, y viceversa. Reconozcámoslo: los productos de nuestra imaginación acaban siendo más reales que la propia realidad porque se nutren de ella, y le devuelven luego, enriquecidos, esos mimbres con los que inicialmente se alimentaban.

En la cueva donde nos refugiamos encendemos a menudo hogueras para calentarnos, y a su vera nos contamos historias mientras por sus paredes las sombras de nuestras palabras cobran vida.


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