Octubre, Domingo, 19.- El viernes vino Renee a pasar el fin de semana conmigo e ir a ver la exposición de El Greco en el Metropolitan Museum. La exposición, como me imaginaba, no es gran cosa, sobre todo para alguien que nació, fue bautizado, creció e intentó descubrir la magia del tul del sacristán, el enigma de la mirada del caballero que le miraba fijamente, la reflexión perturbadora y serena de san Agustín en la coraza del conde, lo humano y lo divino, las llaves de san Pedro y el alma del conde en forma de nube en la obra maestra de Domenikos Theotocopoulos: El entierro del conde de Orgaz. Hay sí algunas obras considerables, dos o tres, pero la obras maestras no han viajado desde Toledo. De los cuadros expuestos había algunos que no conocía y que están en museos de América o en manos privadas. De ellos me interesaron dos tablas de la época “griega” cuando todavía no era El Greco, sino un pintor bizantino como otros muchos. Después fuimos a una exposición de la historia de la fotografía, también en el Met, con los primeros daguerrotipos creados por Daguerre que me parecieron como los dos cuadros de El Greco: algo primitivo y misterioso. Luego vimos la evolución en la técnica del daguerrotipo y pasamos desde la niebla de la imagen en un fondo de plata desvaída a imágenes más fuertes, luminosas, en movimiento, con espejos, de cuerpos y de nostalgias. Entre las fotos se me quedaron grabadas, como si mi mente fuera un daguerrotipo, dos imágenes: una de ellas fechada a principios del siglo XIX de una pareja de lesbianas acariciándose dulcemente y sonriendo, y la otra de un joven en una cárcel que en su pose, su mirada, su vestimenta y el ambiente que le enmarcaba le ponía una aureola de héroe romántico que hubiera sido un perfecto modelo para anunciar algún perfume de Calvin Klein o unos pantalones de Ralph Laurent. Antes de salir del museo fuimos a ver al Juan de Pareja de Velázquez y al niño de la jaula de Goya que son dos de mis cuadros favoritos y a los que siempre visito cuando voy al museo.
Antes de entrar al Met, en la esquina de Fifth avenue y la 84, vamos a la Neue Galery, el museo de arte austriaco y alemán donde vemos unos cuantos magníficos Klints y una serie perturbadora, provocadora, desafiante, agresiva y erótica de dibujos de Egon Schiele que murió en 1918 a los veintiocho años. Fue encarcelado por “the circulation of inmoral drawings” y desde la cárcel escribió en 1912 que “Poner obstáculos al artista es un crimen...”. Su estilo expresionista tan nuevo y tan personal, duro y violento le hace no solo inconfundible sino unos de los pintores más interesantes de su época. Las poses de sus modelos, los colores que emplea, el fondo en que los coloca, la desolación de las miradas, el silencio de las manos, la agonía de los gestos, las posturas torturadas e incómodas, la importancia del desnudo y la agresividad en presentar el sexo femenino, la falta de una base que simula que las figuras estén flotando en un aire cargado, hacen de estos dibujos una galería de desastres y de horrores de una época vital en la historia del pueblo alemán. Aparte de los dibujos de sus amigas o de modelos es importante destacar los autorretratos, en ellos aparece como el juez que acusa, el artista que señala los defectos de la sociedad y la víctima. En este último papel nos sorprende, por la manera tan atrevida, diferente y dolorosa en el que se nos presenta, en la clásica y abundante iconografía cristiana que hay sobre el santo asaetado, como un Sebastián ateo, vestido con una túnica roja, su cuerpo retorcido y asaetado, sus manos atadas y su cuello doblado sobre el cuerpo... Un autorretrato que duele mucho tiempo después de haberlo visto. Para aligerar un poco nuestro torturado corazón y mirada pasamos, en la planta baja, al Café Sabarsky, la cafetería del museo que intenta ser una copia de un café austriaco de principios de siglo y en donde los camareros, mozos de cuerpos macizos, acento y ademán alemanes, tratan a la clientela con una delicadeza un poco artificial, hablándole bajo, doblándose un poco hacia el cliente y sonriendo lo justo. Un café con precios y calidad europeos.
Bajamos despacio, arropados y acariciados por el día perfecto de otoño, a lo largo de la quinta avenida hasta llegar a la Librería Francesa de Rockefeller Center, donde Renee hace parada siempre que viene a Nueva York ya que su familia es de ascendencia francesa. Los empleados siguen tan estirados y pedantes como siempre y no me extraña que en su ignorancia vendan por un dólar Poemas májicos y dolientes de Juan Ramón Jiménez, con notas de Garfías y publicado por Losada en la Biblioteca clásica y contemporánea en 1965. Terminamos el paseo en la Biblioteca Central, la de los leones, donde Renee se pasa un rato mirando sus antepasados en árboles genealógicos de ilegible y apretada caligrafía.
Al salir, la tarde se va descolgando de los edificios y anochece. Sentado en el tren, cansado, pienso en un cofre de plata que había en una de las salas del museo austriaco y que Mahler regaló a su mujer Alma en 1902 cuando todavía le quedaban nueve años de vida y su perfil ya era entonces como hoy le conocemos. Un cofre lleno de nada.