Octubre, Viernes, 4.- Me llama TZ y me comenta, excitada, que no sabe, pero que espera que sí, que el director del Cervantes la invite a la ceremonia que con motivo de la inauguración del nuevo centro se celebrara un día de estos con la presencia de Felipe de Borbón. TZ tiene cerca de novena años y estuvo casada con alguien que llevaba un apellido ilustre de la aristocracia neoyorquina, pero ella siempre ha mantenido su nacionalidad española. PT, profesora de universidad, especialista en el siglo de oro me manda un correo electrónico y me dice que ha sido invitada a la recepción con el Borbón y que está encantada. Me encuentro con JM un viejo profesor de Columbia y me comenta que dirá unas palabras en el acto de apertura del Cervantes. Parte de la colonia española en estos lares, sobre todo los de “antes”, no importa que, como T. su familia fuera republicana, desean ir a estos tipos de actos que a mí particularmente me parecen odiosos. La mayoría de estas personas no van jamás a las conferencias que patrocina el Cervantes, pero se mueren por ir a la pompa y el boato de una recepción con presencia real. No sé si el director del Cervantes explicará al hijo del rey la desastrosa visión de la anterior directora del centro, María Lozano, que creyó que el edifico estaba impecable y que solo requeriría unos pequeños toques, pequeños toques que han supuesto un desembolso muchísimo más elevado de lo que inicialmente se dijo. El Sr. Borbón no sabrá la desorbitante cantidad que el nuevo edificio ha costado en realidad. Costo que algunos, yo incluido, consideramos superfluo e innecesario para una institución que tarde o temprano está llamada a desaparecer, como tantas otras desaparecieron y algunas de ellas con mucho más prestigio que ésta. Una institución donde parece ser que el mayor aliciente es que algunos miembros, en su mayoría hispanos, saquen películas y libros. O vayan a escuchar a intelectuales mandados por las autoridades de España que, en su mayoría, son soporíferos y aburridos.
Te acompaño a una de las oficinas que tiene el Social Security en Brooklyn, en la zona de Park Slope. Te has pasado una semana buscando documentos, rellenando solicitudes, haciendo fotocopias, consultando avisos y ayer fuiste a la caja fuerte que tienes en el banco a por el título de ciudadano americano. Al entrar al edificio hay que firmar en un libro y coger un ascensor que va directamente a la oficina. La habitación es enorme, impersonal, cruda de luz y de contenido, con paredes grises con avisos de no fumar, comer, beber. Es una oficina del gobierno de cualquier ciudad populosa. Una oficina del gobierno que además trata de asuntos relacionados con gente pobre, enferma, disminuida mental y físicamente. Y también atiende, pero en menos cuantía, a ciudadanos normales que después de una vida de trabajo y de haber aportado una cuota que les era descontada de la paga van, una vez cumplidos los sesenta y dos años, a solicitar el Social Security. Hay de todo menos personas de tu edad que vayan a solicitar lo que es suyo. Hay cuatro colas interminables con gente que cojea, que se tambalea, que tose, que va a beber agua a la fuente que está al lado del servicio, de gente que se recuesta en las paredes. La mayoría es gente hispana y negra, joven, mediana y vieja. Es como si fuera la sala de espera de un hospital, la antesala de una prisión, la portería del infierno, un campo de soledad. Mientras espero por ti oigo a una joven hispana que mezcla el ingles con el español en un doble y doloroso dialogo en el que cuenta al empleado que está resguardado detrás de una ventanilla de cristales gruesos que “no he recibido el cheque desde hace tres meses, me lo devolvieron pa atrás, you know? it is hard to relieve because i have un tumor en la cabeza y me dan ataques epilépticos y soy una enferma que tenía que estar en la cama y no aquí y no yo no me voy a mudar de aquí hasta que no me den un cheque que yo no quiero to stay in the street” Se pone a llorar, se mueve las gafas de sol y se las monta en la cabeza, se restriega los ojos con los puños. Sube la voz, se inquieta, acerca la cara a los cristales, abre cierra un bolso pequeño de los que se llevan cuando se va de boda, un bolso que no pega en estos momentos, un bolso que la delata. Aparece un guardia de seguridad y la joven se tranquiliza. El empleado llama por teléfono a alguien y dice a la joven que vaya a sentarse y espere que alguien hablará con ella en una habitación. La miro cuando se acerca a mi lado a sentarse y veo que lleva unos pantalones negros ajustados en la cintura, el vientre y el culo y muy anchos en los bajos, un jersey blanco de poliéster que le marca unos pechos grandes y puntiagudos y unas botas con unos tacones que igual que el bolso no dice de la enfermiza y grave dolencia de la joven. Se sienta y la observo y la veo de perfil que hace gestos con los labios, como si tuviera sed, de nuevo se quita las gafas y se las pone, se compone el pelo y la pierna izquierda que la tiene cruzada y le cuelga la mueve de una manera mecánica y viciosa como si algo la impulsara a hacerlo. Detrás de mi hay una pareja de mujeres suburbanas, con voz de cazalla y de ser fumadoras, vestidas con pantalones y chaqueta de vaquero, como ancladas en los años sesenta, pelo largo teñido de rubio, maquilladas con coloretes de muñecas de feria. Una de ellas le cuenta a la otra una noticia que acaba de leer en The Daily News. Se la cuenta a trozos, haciendo silencios entre frase y frase. “Han sido 150.000.000 millones de dólares... pero ellos han preferido coger 88.000.000 millones ya limpios de impuestos... se casaron en una ceremonia sencilla y ahora... van a hacer una boda por todo lo alto... si a mi me tocara esta cifra...” Te veo salir y me pierdo el final de la conversación. “Me ha dicho la señora, dices mientras esperamos por el ascensor, que me desea muchos años para disfrutar el retiro. En enero recibiré el primer cheque...” Vamos a comer a TeresaŽs y me comentas de la belleza del día, de la luz tan flexible y la sensación que uno tiene de tener un cuerpo junto al suyo, sobre todo en la cama cuando hace frio y se apetece el abrazo y el calor del cuerpo querido. Vamos a la tienda de libros viejos de Montague y me encuentro con tres libros que me llaman la atención. Uno es El cuaderno gris de Pla, traducido por Ridruejo, que compro, el otro es un estudio sobre Urabayen que yo vendí el verano pasado y que ahora me lo encuentro aquí y el tercero es un libro de poesías de Cavafis editado en México en traducción de Cayetano Cantú. Tiene en la segunda pagina un sello en tinta azul que dice: “From the Library of Manuel Ramos Otero”. Manuel Ramos Otero (1948-1999) un poeta puertorriqueño que vivía en Nueva York que escribió Invitación al polvo y el Libro de la muerte fue de los primeros en ser tocado por la peste y morir joven. Algunos de los libros de su biblioteca se los llevaron los que le cuidaron en su enfermedad. Abro el libro de Cavafis y hay notas de Ramos Orea y versos subrayados con asteriscos al comienzo y al final de ellos. Versos con los que él se identificó y que le sirvieron de alimento y guía en su vida.
... Con lágrimas
de sangre quise escribir la historia que ahora escribo
con sangre, con tinta sangre, del corazón. Éramos
compañeros del desorden profundo, pasión de
vellonera hombres por fuera y por dentro, no
solamente cuerpos sino historia. Éramos la victoria
de amarnos sin prejuicios, sin posesión ni celos,
sabiendo que lo eterno dura un segundo. Éramos los
remeros de la misma galera en busca de esa isla que
al final los libera. Éramos mucho menos
de lo que ahora somos.
Volvemos andando a casa reconfortados por un sol suave que iba adelgazando a medida que la tarde se hacía mayor. Un sol que era mucho menos sol de lo que fue este verano.