Roger Colom, segundo editor de Almacén, fue quien me convenció para que escribiese esta serie de columnas. Una de las condiciones que puse, fue que cada quince días, me prestara su ordenador. Yo no tengo, ni pienso comprar uno. Y no es que yo sea un tecnófobo: me gusta aprender lo que puedo y sé manejarme bastante bien con las máquinas. Lo que no me interesa es convertirme en su propietario. Cuando Colom no está en la ciudad, voy a un cíber, pero es más divertido ir a su casa. Normalmente comemos juntos, conversamos un rato, luego me pongo al ordenador y paso a limpio mi artículo. Si después Colom tiene tiempo, nos tomamos una copa y continuamos la conversación; si no, me quedo ante la máquina y echo un vistazo a la prensa internacional por la internet, o me voy.
Esta semana, me encontré con Colom por la calle y me pasó un artículo de John Gertner que apareció en el Times de Nueva York. Pensó que me haría gracia que una serie de investigaciones científicas de un profesor de Harvard y otros confirmara lo que Colom, con su habitual guasa, denomina “el estilo de vida Bruñó”. Repetiré en qué consiste ese estilo. Vivo en un estudio de 50 metros cuadrados. Soy propietario del piso (más barato, a la larga que un alquiler, y además, hace años que está pagado), de los electrodomésticos mínimos de una cocina y una lavadora de ropa, de una mesa y cuatro sillas, una estantería con treinta y dos libros, una radio, una cama, dos juegos de sábanas, tres trajes (dos de invierno y uno de verano), seis camisas, suficiente ropa interior para cambiarme todos los días durante una semana, dos jerseys, una gabardina, un abrigo, un paraguas, un sombrero y una gorra, tres pares de zapatos (igual que los trajes, dos para el invierno, marrón y negro, uno para el verano, marrón más claro). El piso tiene una única habitación y un cuarto de baño. Soy propietario de un lavabo, una bañera y un váter; de un cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar y una botella de colonia, además de los detergentes corporales necesarios para no llamar demasiado la atención olfativa del resto de los pasajeros del autobús. Unos cuantos utensilios de cocina, platos, vasos, cubiertos. Creo que olvido unas cuantas cosillas de menor entidad. Y no soy propietario de vehículo alguno.
Esta enumeración es muy aburrida, lo sé. Y no soy ningún nómada, que pueda llevar todas sus pertenencias a lomo de un par de bestias de carga, pero si los lectores comparan mis propiedades con las suyas, sobre todo si tienen un piso grande y familia, comprobarán que vivo prácticamente como un ermitaño. Sí, un ermitaño, con máximo confort. Lo que quiero decir, es que tengo todo lo que necesito. Aparte de comida y unos cuantos consumibles más, no compro nada. Y ese es el punto fundamental del estilo de vida con el que Colom me embroma. Llegado a un punto de comodidad, no soy consumidor. Si compro un libro, vendo otro; por lo demás, está la biblioteca pública (de calidad muy inferior a las necesidades de la ciudad) y la de Colom, que tiene la casa llena. Para divertirme no veo la televisión, que no tengo; voy al teatro, a conciertos (normalmente de música clásica, que ofrece más reto intelectual (y en mi caso, placer) por euro que las otras) (tampoco compro música, ya que prefiero escucharla en vivo), a algún evento deportivo o al cine (aunque poco, ya que el infantilismo de la mayoría de las películas me pone de mal humor). También me gusta comer y beber bien, y los paseos, como ya he dicho en otras ocasiones, cuanto más largos mejor.
¡Y no tengo tiempo para aburrirme! Bueno, sí que lo tengo, pero el aburrimiento, como escribe Kracauer, puede ser la mar de saludable. Pero cada quien utiliza su aburrimiento como le place, y en este momento no me apetece escribir sobre eso. El caso es que llevo una vida a la que le he impuesto una normalidad (que no tiene por qué ser la normalidad de los demás), sin demasiados contrapuntos, sin demasiados placeres comprados. Y esos contrapuntos y placeres son casi siempre excepcionales. Quiero decir que no paso de uno a otro, como hice en otra época de mi vida. En ese tiempo, siempre estaba comprando algo, yendo a algún sitio, viajando, en fin: pasando de una cosa a otra cada vez que me cansaba de esa cosa.
En ningún momento quiero decir que mi estilo de vida sea mejor que otro. El punto de este artículo es explicar que mi estilo se adapta perfectamente a lo que pienso del consumo y del ritmo de vida que se suele llevar en nuestro tiempo. Lo que sabemos todos del consumo es que cada compra se agota pronto y entonces tenemos que salir a hacer otra. Y el ritmo de vida se adapta a esa sucesión de consumiciones, obligando a trabajar para satisfacerlas, con lo cual se entra en una espiral de trabajar-comprar-trabajar-comprar que se parece bastante a una adicción. Lo que me interesaba explicar, un poco picado por las puyas de Colom, es que yo no padezco esa adicción; aunque utilice esa droga muy de vez en cuando, no soy adicto a ella. Uno de los investigadores que mencionaba dice: “No nos damos cuenta de lo rápido que nos adaptamos a un evento placentero y lo convertimos en el telón de fondo de nuestras vidas. Cuando nos pasa cualquier cosa, la convertimos en ordinaria. Y al volverse ordinaria, el placer desaparece.” O sea que el efecto de la droga desaparece y hay que volver a por más.
Luego Gertner, el autor del artículo, continúa: “Es fácil pasar por alto algo nuevo y esencial en lo que dice Wilson. No es que con el tiempo acabemos desinteresándonos de las cosas bonitas &mdas;eso se sabe desde hace mucho&mdas; sino que no somos capaces de reconocer que nos adaptamos a las circunstancias nuevas y por lo tanto no incluimos esa información en la toma de decisiones. Así que, sí, nos adaptaremos al BMW y al televisor con pantalla de plasma, ya que nos adaptaremos a prácticamente todo. Pero Wilson y Gilbert y otros han demostrado que no somos capaces de predecir que nos adpataremos. Por tanto, cuando vemos que disminuye el placer producido por alguna cosa, nos pasamos a otra y es casi seguro que cometamos otro error de predicción, y otro, ad infinitum.”
Lo último que quiero decir, es que hace años que incluí esa predicción en mi vida, que es lo que le hace gracia a Colom. No lo hice pensando en estudios científicos, lo hice pensando en controlar impulsos, en llevar una vida más sencilla, en no sentirme obligado por las ganas de comprar, en poder salir a la calle y disfrutar del bullicio, de los escaparates, de la vida, sin sentirme impelido a apropiarme de nada, a convertirme en propietario de todo lo que me pudiera llamar la atención.
Pido disculpas por haberme dedicado este artículo a mi mismo, pero en realidad es un regalo para los editores de Almacén, a quienes, queda claro, la manera en que vivo, causa alguna hilaridad.