Hay palabras cuyo significado es mudable y cumplen una función catártica. Quien las usa hace que salten todas las espoletas, y consigue que se revuelva la bilis pauloviana que todos llevamos dentro. Palabras que llevan en su misma morfología el marchamo de la época en la que nacen, y dicen mucho de sus temores y sus desidias. Hay palabras y palabras, pero la palabra “terrorismo” y su prima hermana “terrorista” concentran una gran parte de la dialéctica política contemporánea. Allá donde vayas, te alcanza unas dosis de sermón oficial. Los gobiernos buscan reforzar la seguridad para evitar atentados terroristas, pero adoptan medidas que más parecen fomentar el fenómeno en lugar de aquietarlo. Padecemos una de las variantes del crimen que más horror causa, pues busca víctimas anónimas, sin disimulo, sabiendo con claridad su objetivo: que nadie esté exento de caer un día en sus garras.
La facilidad con la que se puede sembrar el terror en nuestras sociedades complejas, la impunidad con la que actúa quien coloca una bomba en la estación de metro o lanza un avión contra una torre, es el caldo adecuado para el cultivo del miedo. Se diría que el poder y el terror, o el terror y el poder, no importa el orden, diseñan su estrategia complementariamente, adaptando sus pasos a los pasos que dé el otro. Pero en esa espiral de violencia no se atisba el final del túnel. Se incrementan las excusas mútuamente, y mútuamente se alimentan. Oí decir al militar español encargado de las tropas destinadas en Iraq que el peligro al que se enfrentan es el terrorismo, y que ese país se va a convertir en un campo de batalla al que acudirán todo tipo de terroristas internacionales. Dice el gobierno israelí que Arafat lleva muchos años implicado en el terrorismo, y que se verá obligado por ello a deportarlo. Dice Aznar que el gran problema al que se enfrenta la comunidad internacional es el terrorismo, y que España está y estará siempre con sus amigos. Dice Bush que vencerá la batalla contra los terroristas, allá donde se escondan.
Llamar a alguien terrorista es hacerle cómplice de uno de los delitos-escoba de mayor aceptación entre la opinión pública adicta a las ondas. Un terrorista es un individuo con una bajeza moral sin límites, capaz de las acciones más abyectas, y por ello cobra hoy el papel del diablo con cuernos, tenedor y rabo que dibujaban nuestros educadores en los libros de religión. Representan —y más: son— el mal, carecen de escrúpulos, están entregados al odio y a la insidia, y son personas profundamente resentidas. ¿Cómo no van a ser capaces de semejantes barbaridades? ¿Cómo no van a sembrar el terror?
Interesa apartarse por un momento del discurso oficial. Interesa si cabe admitir por un momento, como mera hipótesis de trabajo, que el terror no es unívoco, y que las calderas de Pepe Botero arden a sus anchas por lugares que a primera vista nos parecen fuera de toda sospecha. El mal no sólo impera en ese eje trazado con tanto furor galáctico por el Imperio de las Azores. Hay otros lugares, hay otros mundos (...pero están en éste....), hay otras expresiones malignas del terror que pasan desapercibidas al teleconsumidor. Las marionetas que recitan noticias ante los sillones de Occidente son manejadas con sutileza, sabiamente. Nos dicen que debemos confiar en ellos, los guardianes del bien, y que nuestras propiedades y nuestras vidas estarán a salvo bajo su mandato. ¿Pero no siembra acaso el terror quien dispara misiles sobre una ciudad habitada para asesinar al jefe del que ayer sembró el terror suicidándose en un autobús? ¿No era acaso el ataque a Iraq la solución a todos los males que el terrorismo internacional pretendía lanzar contra Occidente? ¿No fueron esos mismos terroristas un día amigos del Imperio, y le ayudaron entonces a eliminar con procedimientos terroríficos al enemigo? ¿Quién siembra el terror? ¿No es acaso el odio la semilla del terror, volátil y fácil de transportar, capaz de germinar en tierras y en climas inhóspitos, difícil de detectar en los aeropuertos, dispuesto a ir y venir por las cancillerías y los despachos, instalado en los palacios gubernamentales, en las tiendas de campaña, en las cuevas más ocultas que imaginarse pueda? ¿Entonces? ¿Debemos recordarle a Sharon los campos de refugiados —los palestinos, no los del holocausto— del sur del Líbano, o la explanada de las mezquitas, o basta con recordarle el grandísimo muro de la vergüenza que levanta a marchas forzadas para cultivar mayores plantaciones de odio? ¿Sólo Arafat es el problema? ¿O es parte del problema? Negar las evidencias que saltan a la vista en Palestina o Israel, Israel o Palestina, es una manera más de sembrar la semilla del odio, es una manera más de cultivar campos de terror. Pero a quienes las niegan no se les llama terroristas. ¿Deberíamos hacerlo?