Me gusta viajar. Cuando viajo, no llevo plan establecido, ni guía. No voy a ver aquellas cosas que atraen a los turistas, aunque a veces me cruzo con ellas y me detengo un rato; la curiosidad siempre puede conmigo. Si voy a museos, suele ser a primera hora de la mañana, cuando la mente está despejada, el café le da un poco de velocidad al flujo sanguíneo y no hay mucha gente. Creo que nada merece hacer cola durante más de quince minutos.
Eso último debo explicarlo. Vivimos en un Occidente de abundancia, donde siempre hay cosas que ver, cosas que hacer. Perder el tiempo haciendo cola, cuando se puede ver otra cosa o dar un paseo largo, es precisamente eso: perder el tiempo. A veces los días me parecen infinitos, y a veces lo son. Eso no significa, sin embargo que haya que desperdiciarlos.
También he de decir que ha habido ocasiones en que he hecho cola durante más de una hora, la mayoría de las veces porque encontraba a alguien interesante con quien conversar y con quien compartir el tiempo de espera. Una buena conversación puede convertir un viaje anodino en otro que perdure en la memoria.
Pero en general soy de los que prefieren patearse una ciudad a visitar sus lugares de interés. Me gusta caminar por las ciudades, me gustan las aceras, cuanto más anchas mejor, y me gustan los cafés. Para tomar algo suelo escoger un punto desde el que pueda observar algo que me interese: un grupo de personas, una casa de fachada interesante. En mi juventud pasé por épocas en las que tuve mucho dinero y otras en las que pasé hambre. En una de estas, cansado de recorrer la ciudad, me senté en un banco a ver pasar a la gente. Pronto advertí una caca de perro gigantesca y vi que la gente la evitaba. Entonces decidí quedarme donde estaba hasta que alguien la pisara. Así pasé dos horas y pico de lo más divertidas.
Hace un par de semanas, estuve en Ferrol, ciudad que ha perdido su encanto (me cuentan que lo tuvo) y la fe de sus habitantes. De camino al puerto, paseando por la plaza de Amboage, me topé con un escaparate increíble. Estaba lleno de moscas muertas. Hacía mucho que se habían retirado las mercancías que se exponían ahí y sólo quedaban las moscas. Crucé la calle para ver el letrero del establecimiento y leí: Librería Católica Orjales.
Una librería religiosa abandonada, con el escaparate lleno de moscas muertas y algunas vivas, gordas, que seguían volando contra el cristal. Alguien me contó alguna vez que las moscas, antes de morir, ponen sus huevos, perpetuando (perpetrando) la especie póstumamente. Me pasé el resto del paseo estableciendo paralelismos entre ese escaparate y la religión cuyos libros se llegaron a exhibir en él.
No vale la pena repetirlos: son evidentes y sólo estaríamos perdiendo el tiempo. Como si hiciésemos cola para entrar en un museo que no nos interesa.