Francisco Serradilla
Como dijo Discépolo en su famoso tango “cambalache”, en nuestra sociedad se mezclan en una misma vitrina burros y grandes profesores, y —añado yo— un vasto elenco de mediocres que desarrollan sus diversas profesiones sin llamar la atención, de modo más o menos chapucero.
No me refiero a ninguna profesión en particular. Desde el fontanero que repara una tubería que vuelve a gotear a los pocos meses hasta el investigador que avala sus resultados con pruebas estadísticas que no comprende, pasando por el ingeniero informático que termina un programa en tiempo y forma a base de cortar y pegar código hallado en Internet.
Recuerdo que hace años un profesional tenía cierto gusto por “las cosas bien hechas”, el trabajo fino, correctamente acabado, planeado con cuidado. Ya no. Lo que cuenta es la cantidad, la productividad, el número de trabajos por unidad de tiempo, el rendimiento neto. ¿Qué ha cambiado? La progresiva inserción en una economía de mercado que valora las cosas sólo en términos monetarios, y la asimilación por parte de los trabajadores —sean del signo político que sean— de esas reglas de juego.
Ya no existen las cosas bien hechas; existen las cosas completadas, terminadas, listas para la venta, principalmente en su envoltorio externo, que es el que para la venta cuenta, preparadas para la promoción y el marketing, ya sean libros, aparatos electrónicos, programas de televisión o música de cámara.
Mientras, los mecanismos políticos andan ocupados básicamente en problemas anacrónicos, a veces objetivamente absurdos, y el individuo carece de mecanismos de acción efectiva sobre su contexto social.
Y no solamente no existen las cosas bien hechas; aún más grave es que este paradigma mercantil ha acabado con los sistemas de control extra-mercantiles capaces de poner en evidencia que el “nuevo traje del emperador” es una falacia. Estos sistemas de control se fundamentaban en la existencia de personas independientes —los críticos, o en la jerga técnica, las autoridades sobre un tema determinado— que emitían una opinión acerca de los productos. Un verdadero crítico es un orientador, sometido también a las reglas del juego, ya que en función de la utilidad que su trabajo tenga se consolidará o no como referente para cada usuario en particular.
Pero en la actualidad el aparato mercantil ha puesto a la zorra a cuidar a las ovejas, es decir, los críticos son juez y parte, bien porque además de críticos son productores del bien que evalúan, bien porque son asalariados del medio que genera (más o menos directamente) ese bien.
Claro, todos ustedes están pensando ahora en la pobre literatura, que más bien debería pasar a llamarse “sistema de publicación de libros”. Es un gran ejemplo de esto. Caso típico: el escritor X ejerce de crítico para analizar la obra del escritor Y en el suplemento cultural del periódico P. En la mayoría de las reseñas actuales de libros que aparecen en los suplementos culturales, el libro del escritor Y está publicado por una editorial del grupo del periódico P. Y más grave: el escritor X tiene también varios libros publicados en esa o en otra editorial del grupo del periódico P. Todos los libros de los autores de las editoriales del periódico P son obviamente grandes obras literarias; en esto hay un acuerdo unánime en reseñas, listas de ventas e incluso en la opinión de los propios autores, que puestos a cuidar a las ovejas, quién mejor que ellos. La ideología del periódico P es absolutamente irrelevante: no es una cuestión política, como a veces se quiere hacer creer, sino económica.
Este, amigos, es el auténtico “cambalache” literario. En las vitrinas de la vida se han mezclado críticos, editores, autores, redactores, jurados y empresarios… El único que queda fuera del cambalache es el lector. ¿Cómo salir de este círculo? ¿Es posible restablecer la vieja figura del crítico independiente? Me parece que no.
Tengo que reconocer que soy excesivamente optimista con la tecnología, pues creo que la solución puede venir de la mano de ésta, a través de lo que se conoce como “sistemas de recomendación”. En ellos son los propios usuarios los que cuidan a las ovejas, habida cuenta de que los sistemas oficiales son absolutamente incapaces.
Pero dado que no todos los usuarios tienen los mismos gustos, ni el mismo nivel cultural, ni las mismas inquietudes, no basta con la idea naif de emitir puntuaciones y calcular promedios, tan extendida por la Web. Lo que debemos hacer —por explicarlo de un modo simple— es estructurar a los usuarios en grupos similares (utilizando las valoraciones que emitan de una serie de productos dentro del ámbito a evaluar mdash;libros, en el caso del ejemplo—), de modo que las opiniones de un usuario sólo serán pertinentes para los usuarios de su grupo. Así, todos los usuarios afines al grupo editorial del periódico P se recomendarán sin duda entre ellos, pero su opinión no afectará a quienes buscan literatura, no “libros publicados”. Técnicamente no es demasiado complejo, socialmente sí.
Con estas técnicas, los burros y los grandes profesores —y todos los mediocres que en el mundo son— seguirán mezclados en la vitrina de Discépolo, no hay remedio para esto, porque es la sociedad que nos ha tocado. Pero, al menos, cada uno tendrá un manojo de carteles colgados con los colores de los diferentes grupos de usuarios, donde alguno seguramente dirá, con letras bien visibles: “mensaje para los del grupo G: este tipo es un verdadero, auténtico y absoluto burro. No pierdas tu tiempo con él”.
chat espanol
Comentado por espanol-chat el 29 de Julio de 2004 a las 01:11 PM