Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

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El viaje y la madeja

Para Roger Colom, hacia el desierto


En realidad, el viaje es abandonar el laberinto. Parece extraño, mutable, sembrado de recovecos: el dintel es una presa rebosante; el pasillo un agujero negro; la puerta un abismo cada día. Viajamos del sofá a la sala, de la sala a las estancias y vuelta al sofá, siempre con el hilo atado a la cintura para encontrar el camino de vuelta. Un día salimos de viaje. Renunciamos a la claridad de la maraña y entonces la madeja ha de ser de un caucho recio y dúctil: como la memoria.

Yo también recuerdo un viaje en coche. Apenas nada más que el viaje en coche: horas y horas en la carretera, con la ventanilla demasiado alta para poder ver el paisaje, que intuyo veraniego por esta bruma temblorosa con que lo estoy viendo. Por aquel entonces aún estaba mi hermana y percibo el habitáculo como un compartimento estanco en el que yo estaba rodeado de murallas de acero por los cuatro lados, como si viajase con el cabo del hilo y la madeja. Es lo que pasa con el tiempo.

(Una vez entré en uno de esos laberintos de cristales de un parque de atracciones. Al principio sentí ese condimento de la felicidad al ver que me perdía, que no estaba, que no sabía cómo ni dónde y todo era extraño; pero duró poco: me percaté de que el camino de salida estaba dibujado en las baldosas gastadas por los pasos de los otros. Y no volví a entrar nunca.)

El viaje es como una vida que entra en otra: se oculta en la mirada hacia el espejo. La epopeya, el periplo, el odiseo anhelo de pisar tierra ignota, porque entonces nosotros mismos somos nuevos, y los mismos: la imagen en el río se evapora con una sola piedra.

Arrastro otro viaje: apenas el trayecto de descender por unas escaleras de caracol, gruta enmarañada adonde me lancé sin agarrar el ovillo y perdí para siempre todo lo que dejé atrás: no hay regreso entonces y uno se queda para siempre sobre la tierra ignota, al otro lado del espejo.

Por eso luchamos tantas veces contra el impulso de pisar siempre y cada vez sobre las mismas líneas de la baldosa. Por eso, al salir de casa, dejamos la madeja dentro y el hilo en la cintura: las tazas lavadas, el reloj en hora, la ropa sucia luchando con la lavadora, el beso en los labios y el libro en la mesa, con un marcador anunciando la página octava.

En realidad, nunca regresamos al mismo sitio. Si regresamos.


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