Irene dibuja como cualquier otro niño. Ni bien ni mal: como una niña. Pero tiene gracia para los títulos. A un poeta amigo mío le hizo mucha gracia muchas mesas de muchos colores, título acertado, al menos en su segunda parte: el dibujo consistía en un conjunto de rayas de, efectivamente, muchos colores. Con todo, no dejó de ser un acto de imitación fallido, con resultados artísticos desde el punto de vista adulto. Ahora, sin embargo, mi retoño observa las cosas cotidianas, como cajas de cartón, tablas de madera, chicles despegados de debajo de las sillas de puro resecos, bastoncitos de los oídos usados, y otras zarandajas, y con su imaginación las transforma en barcos, casas, coches o comida para las muñecas. Su creatividad empieza a ser asombrosa, y promete momentos de solaz no imaginables hasta el momento. Se vuelca contenta e insaciable en transformar su pequeño y, en cierto modo, feo mundo en belleza imaginaria, obligándonos a los adultos a adoptar su punto de vista: a veces, pocas, he logrado que se me hiciera la boca agua ante la visión de un pastel hecho con barro, gominolas y jabón líquido.
Puede que alguno de mis amables lectores se pregunte cómo es Irene físicamente. No me parece interesante. Sí lo es como se ve Irene a si misma. Por ello les adjunto un autorretrato que, a petición mia, ha querido realizar para ustedes. Con su mejores deseos de paz y decencia.