En las últimas semanas se habla, y se escribe, mucho sobre cultura de masas y cultura basura. Carezco de los medios para acercarme a muchas de estas manifestaciones del alma comercial y escasa vez he levantado la vista o parado el oído en algún bar para prestarles atención durante más de un par de minutos. En mi apartamento no hay ni radio ni televisión; tampoco ordenador (por si alguien duda, escribo esto a mano y luego lo paso a la máquina en casa de Colom).
Lo que me ha llamado la atención, por lo que oigo en mis tertulias, por lo que me cuentan los camareros, la señora del kiosco y la joven que me corta el pelo cada quince días, lo que resalta, lo que de verdad resulta atractivo en esa cultura llamada de masas, es lo personal, lo privado. La prensa del corazón se dedica a este tema obstinadamente. Hay programas en donde la gente va y cuenta sus vidas, sus problemas, sus pequeñas costumbres, convertidas en manías y hasta en virulentas obsesiones. Lo interior se airea, se pone a la vista y el olfato de todos.
La vida de los demás, si cuento la verdad, me interesa poco. Pero no tengo que ir a la televisión o a la cultura de masas para perder el interés. Ocurre que la misma pasión psicológica invade la mayoría de las novelas, películas, obras de teatro, canciones y hasta poemas de la que se considera como una cultura más seria, de mejor masa encefálica. Uno diría que el capricho de inmiscuirse en la vida de los demás se habría terminado con Proust o Joyce pero no hemos tenido ni esa suerte ni esa desgracia: el mundo continúa girando sobre el mismo eje y las personas siguen blandiendo la pluma (y el teclado) para producir todas esas obras del siglo diecinueve con las que la alta modernidad del primer veinte no pudo acabar.
¿Y cuál sería una cultura alternativa? Quizá la que se ocupa del exterior, del mundo, de todo lo que nos rodea. En otro artículo ya escribí sobre un cuento de E.A. Poe, “The Man in the Crowd”, en el que el narrador llega a la conclusión de que, haga lo que haga, jamás podrá llegar a conocer la vida interior de un hombre al que lleva siguiendo toda la noche. Existen toda clase de narraciones y poemas, tanto cultos como populares, en los que, sin penetrar en lo privado, se alcanza un gran nivel de agudeza.
Siempre me ha ocurrido que lo que más me aburre es descubrir que los demás tienen los mismos sentimientos que yo. Es un espejo innecesario. Sexualidad, todo el mundo tiene. La de los demás me trae sin cuidado, y sospecho que la verdadera libertad sexual llegará el día en que a todos nos importe un rábano lo que hagan los vecinos de arriba. Mientras nos dejen dormir, claro.
Mucho se habla en los últimos tiempos de la infantilización de la cultura. Nos hemos convertido en adolescentes con escasas posibilidades de crecimiento. Adolescente es aquel que ha dejado de ser niño y todavía no es adulto; adolecente (sin la ese) es aquel que padece alguna enfermedad o defecto o vicio. Y culturalmente, nos comportamos como alumnos de instituto, muy apasionados y un tanto imbéciles, en el sentido técnico de la palabra.
Sospecho que la falta de perspectiva que nos encierra en nuestras diversiones, de alguna manera, resulta reconfortante. Si mis modelos se comportan con treinta años como chavales de quince, yo no tengo necesidad de sacar la cabeza de mis propios excrementos y ver lo que me rodea. No tengo necesidad de ver mundo ni de intentar entenderlo. Con no entender lo que me pasa pero ver que a otros les ocurre lo mismo es suficiente.
Releo lo escrito hasta aquí y me avergüenzo un poco. Este tipo de vergüenzas forman parte del oficio de todo escritor de columnas, supongo, pero no lo borro todo ni vuelvo a empezar porque quiero que quede claro que yo tampoco estoy exento de los vicios de nuestro tiempo. Quejarse del nivel cultural de los demás no ayuda; en cierto modo, se trata de un complemento de ese nivel y de una señal de que la vejez no tardará en llegar, o ya ha llegado. Uno se retira del ajetreo diario y protesta porque los demás hacen demasiado ruido al vivir, al ganarse la vida y al divertirse.
Hoy he cumplido cincuenta y dos años. Creo que iré al bar y pediré un manhattan, mi cóctel favorito.