El otro día me encontré con un viejo amigo por la Gran Vía. Paramos en el Acuarium a tomar un manhattan y charlamos un rato sobre otros tiempos, cuando todo parecía más sencillo y no lo era. Tampoco es que fuese más complicado. Pero el olvido, selectivo o involuntario, tiene esos gajes.
Mi amigo es un comunista arrepentido, como tantos otros en nuestro país; se ha vuelto conservador, aunque no de manera militante, como algunos, ni vociferante ni airado en sus apreciaciones del presente. Lo que sí conserva es su sentido del humor, algo bastante raro entre los trásfugas de nuestra generación hacia la derecha.
Charlando, charlando, me di cuenta mi amigo es un filoyanqui de mucho cuidado. Gran experto en el cine clásico del Hollywood del star-system, apasionado del jazz, incluso es un gran conocedor del béisbol, algo que en realidad me sorprende. Pasó unos años en los Estados Unidos y llegó a comprender y a amar ese complicado deporte para convertirse en hincha, me dijo, de los Cardenales de San Luis.
No sé si es cosa de la influencia de lo francés en nuestra cultura de izquierdas, incluso entre los reconvertidos en neo-liberales, pero en mi generación, la de mi amigo, entre los cincuenta y pocos y los cuarenta y muchos, existe una gran afición por la cultura popular norteamericana. Repito: el cine, el jazz, pero también la literatura y, como en el caso que cuento, el deporte. Me resisto a negar que esa cultura tenga un gran atractivo. Estados Unidos lleva más de cincuenta años dominando la cultura en todo el mundo. Es natural que haya aficionados en todas partes. ¿De dónde viene, entonces, la sensación de extrañeza que me provoca la conversación con mi viejo amigo, después de tantos años?
Quizá provenga de que nuestras aspiraciones de juventud eran otras. Nuestra juventud transcurrió entre el esplendor de las playas y el auge de la construcción que llamamos Desarrollismo. (El amigo Colom me indica incesantemente que el desarrollismo no ha cejado, ha cambiado ligeramente el estilo superficial, pero el de fondo, continúa). Tal vez, esa juventud carezca del prestigio que necesita cualquier nostalgia. Mientras muchos se inventan un glorioso pasado antifranquista, incluso una estadía en París en mayo de 1968, otros, carecientes de ese morro, han desviado la mirada, han ocultado su alegría, la han cambiado por otros entusiasmos menos peligrosos, más fáciles de explicar.
Quizá lo que hemos hecho es dislocar nuestra nostalgia de lo que llegamos a vivir a lo que nunca nos ocurrió. Como niños soñando con la aventura, en el presente, pero también en el futuro, tal vez soñemos nosotros también con un pasado del que nos hemos ido apropiando poco a poco, gracias al vídeo y a la música grabada. Mi amigo, con el segundo manhattan, me contó que en su casa tendrá unas ochocientas películas y unos seis mil discos. Muchos repetidos, sonrió: se trata del cambio de vídeo a DVD y del vinilo al CD.
En cambio yo, le dije, vendí mi casa y mi biblioteca hace años. Vivo en un apartamento estudio con todo el confort moderno y poco o nada de su barullo. Paseo por mi ciudad, viajo, leo libros prestados. No compro nada. Excepto el apartamento y sus escasos muebles, carezco de objetos de mi propiedad. Me he convertido en una especie de asceta. Como mi amigo, yo también me he apartado de las ambiciones de nuestra juventud. Aunque he tomado otro camino. Es posible que la sensación de extrañeza que dije antes provenga de este repentino encuentro con los últimos treinta años de mi vida (que no pienso contar aquí), reflejados en el espejo que era el rostro de mi amigo y la vida que me contó. Creo que nos hemos equivocado. Creo que no hemos vivido lo que nos tocaba. Nos dimos por vencidos demasiado pronto y muchos, por eso, cambiaron de bando; otros, nos retiramos al silencio.