La osadía no tiene límites. Si los tuviera, no hablaríamos de ella. Ser osado es ser transgresor, es ir siempre a un más allá que está por definir. Suelo buscar lo que ignoro, y para satisfacer mi deseo intento saltar hacia ese lugar que todavía no es ningún lugar, conjurando con mi acción el aquietamiento de la espera. Así cabe interpretar la pregunta acerca del azar. Como ignoro, inquiero.
Bien pensado, el aforismo de Jorge Wagensberg —“¿Es el azar un producto de nuestra ignorancia o un derecho intrínseco de la naturaleza?”— sobre el que pivota su libro “Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta?”, lleva la respuesta implícita en su enunciado. Si me interrogo acerca de lo que es o no es eso que llamamos “azar” —y que al parecer llamamos así sin saber muy bien lo que es (el lenguaje a menudo va ciego por el mundo y así se pega los tortazos que se pega)—, y empiezo por trazar un apunte aproximativo de lo que sería una definición del fenómeno, me encuentro necesariamente abocado a definirlo por inclusión o exclusión, esto es: señalando todo aquello que es o no es azaroso, según me adviertan mi observación y mi juicio. Tras ello, deberé determinar los elementos comunes a uno y otro conjunto de fenómenos, y concebir una ley o axioma que sirva de principio universal. Pero si he seguido correctamente el método, y alzo honestamente una conclusión por encima de la confusión inicial, debo admitir mi ignorancia acerca de lo que el azar es, pues es precisamente aquello que se niega a ser integrado en una ley o axioma que sirva de principio universal, y por consiguiente, estoy aceptando que la parcela de la realidad que cae bajo el paraguas del azar es producto, consecuencia, resultado o fruto de mi ignorancia: en el azar cabe todo aquello que no tiene explicación racional y sucede según leyes que se me escapan —¿pero qué leyes son esas que se me escapan? ¿cómo una ley puede escaparse?—.
Por otro lado, si reconozco que el azar es un derecho intrínseco de la naturaleza, esto es: que está ahí, que es con independencia de mis deseos, de mis cuitas, de mis leyes generales, de mi lenguaje. Que forma parte de una especie de estructura esencial o peculiar de la realidad, que le hace reclamar como su derecho propio y consustancial el ser azarosa. Entonces, ¿a qué viene preguntarse por él? ¡Claro que las cosas suceden! Suceden, y nada más. No necesitan del azar para suceder. Y tampoco necesitan de nosotros. En el momento mismo en que trato de determinar el contenido racional del concepto azar, trato de hacerme dueño de los sucesos que acaecen en la naturaleza. Pero entonces, si pretendo dominarlos mediante el establecimiento de leyes generales, procuraré domar el azar hasta convertirlo en suceso domesticado en el laboratorio. Y en ese mismo instante dejará de ser azar.
¿Y aún soy capaz luego de preguntarme si es o no es producto de mi ignorancia? El azar es producto de mi afán de dominación: sólo así cabe entender la soberbia de un ser vivo que trata de situarse por encima de los otros para explicar lo que a los otros sucede según las reglas por él establecidas. Dejemos a la naturaleza en paz. No cabe ni siquiera reconocerle derechos intrínsecos, pues con ello ya estamos determinando su forma, su estructura, su modo de actuar. Es, en una palabra. Y basta.
Pero es el caso que en el camino de nuestra acción sí suceden cosas, sí se producen acontecimientos, aunque nos parezcan fruto de contingencias e imprevistos, y aunque de la propuesta inicial al resultado final haya cierta distancia. Somos capaces de transformar la naturaleza mediante el trabajo, y adaptarla de la mejor forma para la satisfacción de nuestras necesidades. Aun cuando no siempre sea eso lo que deseábamos al iniciar nuestra acción, nos identificamos con ello, y lo vemos como fruto de nuestra presencia en el mundo: sin los ojos de Fleming puestos sobre aquel cultivo de bacterias una mañana cualquiera de principios del siglo XX, la penicilina habría tardado quién sabe cuántos años más en ser descubierta.
¿Entonces? Todo aquel que se enfrenta a una acción inevitable —cualquiera de nosotros, en algún momento de nuestras vidas— acompaña siempre sus decisiones de unas dosis mínimas de incertidumbre, sabedor quizás de que en la apuesta por una u otra solución siempre hay algo que no se puede controlar, pues el futuro nunca estará cerrado por completo. Vuelvo a Wagensber: “Pensar es pensar la incertidumbre”. Todo intento de localizar una abertura en el futuro y mirar a través ella, como se mira en el interior de una habitación a través del ojo de la cerradura, es un afán inútil (resultado, entre otros factores, de la confusión fatal a la que conduce el tratar de explicar el tiempo con imágenes espaciales...). Procurar atisbar lo que acontecerá mañana provoca en el hombre la desazón y la angustia, dada su incapacidad física para lograr ese control de lo que está por venir.
Insisto: ¿Entonces? Nadar, en el mejor de los casos, empujados por la corriente, y bañarse en el río de Heráclito como quien se sumerge en una red digital recorrida por billones de impulsos eléctricos. Átomos de hidrógeno o bits, todos somos hijos del mismo azar. Vale decir: de la misma ignorancia.