Hay resacas y resacas. Resacas de vino y resacas de vodka, de ginebra o de whisky. Incluso las hay que se suben por las burbujas de la cerveza o del cava, y te hacen cosquillas por los rincones de las neuronas cuando tratas de despertar tras una noche beoda. Las que se hacen acompañar por dolores de cabeza dicen que son las peores. Pero también hay estadios intermedios, en los que nada ocurre y la línea del horizonte se dibuja plana.
La resaca más dañina, a mi juicio, es esta última. La que peor rastro deja es precisamente aquella que no deja rastro. Cuando te despiertas y no recuerdas nada, absolutamente nada, de lo que sucedió la noche anterior, y se produce como un vacío temporal, como si hubieras sido abducido por un abordaje etílico extraterrestre, te entra una variante de la angustia existencial, pesada y veraz como pocas. Porque es tan real el vacío, tan cierta tu absoluta falta de recuerdos, que tratas insistentemente de preguntarte acerca de las cosas que pudiste hacer o de los lugares que pudiste visitar, todo conjugado en el condicional más oscuro y abyecto. El mundo estuvo desaparecido por unas horas y tú con él.
A pesar de todo, aún recuerdas algo: es evidente que tras abrir la puerta de tu coche llevaste a un amigo a su casa, y al llegar luego a la tuya dejaste aparcado el vehículo en el garaje, y te metiste en la cama. Esas evidencias te asaltan a la mañana siguiente, cuando reconstruyes los hechos paso a paso, y vas comulgando aquí y allá con las cosas que sucedieron, y ves la cama, y ves el coche en el garaje, y hablas con tu amigo por teléfono. Pero a pesar de ello, hay huecos en tu mente. No sabes cómo llegaste a casa de tu amigo, ni por qué calle ibas conduciendo tu automóvil, como tampoco sabes si en tu ruta de regreso a casa no atropellaste a algún peatón que osó cruzarse en tu camino. La duda te asalta desde el primer al último poro de tu cuerpo. La sensación de vértigo te persigue durante unos días, hasta que al final termina por difuminarse y perderse en el olvido.
Pero hay una pregunta que de vez en cuando regresa y te acecha impertinente: ¿estuviste de verdad en los sitios que las evidencias te han ido mostrando? ¿no te has fabricado tú toda la historia del coche, del garaje, de la cama, como si la realidad que has reconstruido para ese intervalo de tiempo detenido fuera un escenario dispuesto a acogerte? Lo ignoras. Y en esa misma ignorancia sufres la penitencia del olvido: como si tus pisadas no dejaran huella, así caminaste durante unas horas por el mundo sin reparar en lo que acontecía en él. Tal como un zombi.
Tras las noches electorales también hay resacas y resacas. Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia. Las hay que producen cosquillas y las hay que producen vértigo o dolor de cabeza. Incluso las hay que te obligan a hacerte la pregunta del millón: ¿de verdad sucedieron las cosas como yo pienso que sucedieron? ¿No estaré inventándome las evidencias para justificar los resultados? ¿Dónde coño estaba yo esa noche, que no me acuerdo de nada? La contaminación etílica-propagandística-publicitaria de este rebaño conductista me hace ver las cosas como si comer, votar y defecar, además de tragarse los telediarios de la primera, fueran las funciones más asiduas de ese autómata al que alguien se atrevió a ponerle el nombre de "cuerpo electoral".
Para cuerpo, el que se queda después de sufrir esa resaca/"movimiento en retroceso de las olas después que han llegado a la orilla", como nos alecciona el diccionario de la RAE. Parece que la mar, una vez alcanzada la costa, regresa a sus anchas mansiones, y tras ser consciente de la estupidez que reina en las playas se vuelve de pronto más sabia. Ahí sí que me quedo al pairo. Y me dejo llevar por un oleaje en retroceso que me aleja de la orilla, blandiendo resacoso unos gramos de locura que prueban la versatilidad de mi neurona. ¡Y que te aproveche el plancton (Del gr. πλαγκτόν, lo que va errante)! viene a decir mi electoralizada resaca, a modo de escrutinio final, dándole un portazo en las aldabas al autómata.