Francisco Serradilla y Alexis Santos
[Ascensor en penumbra de grandes dimensiones (la penumbra y el ascensor). El interior del ascensor está perfectamente amueblado, y tiene el tamaño de una habitación. Hay mucha gente, indistinguible, repartida por el habitáculo. El ascensor, muy moderno, no se mueve siempre en línea recta ascendente, a veces parece trasladarse horizontalmente a través de siniestras galerías. En un rincón, dos hombres:]
Hombre 1: ¿No cree usted que tarda demasiado? Pulsé el piso 15 hace ya rato. Me espera alguien ¿sabe? Y no veo que se haya detenido en ninguna planta todavía.
Hombre 2: (Lacónico) Usted es nuevo ¿verdad?
Hombre 1: (Algo perplejo) Bueno, yo venía a hacer una visita...
Hombre 2: Pues ha sido usted el visitado.
Hombre 1: Es una amiga... algo especial ¿comprende? Yo venía a visitarla. Ella me dijo: "cuando quieras te pasas por mi casa" y yo, ya se sabe, la vida es aburrida en una oficina, uno siempre está pensando en la hora de salida, en qué va a hacer para sentir que la tarde que se avecina no ha sido una tarde perdida, porque luego te invade esa tristeza inaprehensible —perdone si me pongo filosófico—, ese qué sé yo en el que lo único que cabe es pensar que mañana otra vez a la oficina y qué he hecho: nada, otra tarde perdida. Por eso me decidí a venir.
Hombre 2: Aquí la gente no ha decidido todavía qué va a ser cuando sea mayor.
Hombre 1: Recuerdo que le compré flores. ¿Qué he hecho con ellas? Las he olvidado en algún sitio. Qué rabia. Después de todo eran bonitas, todavía quedaba algo de vida en ellas, aunque su muerte estuviese ya consumada, una especie de exponencial
Vida = 1 / exp (t),
un eterno morirse, irse muriendo hasta el infinito.
Hombre 2: Considérese sus flores, caballero.
Hombre 1: ¿Mis flores?
Hombre 2: (Pensando: ¡Imbécil!) (Suave, al hombre 1) Observe cómo a menudo el olvidarlas en cualquier parte no es más que una deleznable excusa (perdóneme si no es su caso) para no sentir sus lentas agonías enlazándose entre nuestros muslos. No, señor mío. A la muerte hay que mirarla de frente, cara a cara y sin titubeos.
Hombre 1: ¡Oh, no, no! No me habré expresado correctamente. Quiero decir que lo mío ha sido un acto de justicia, o de compasión si lo prefiere. Ayer mismo, de vuelta a casa, vi una maceta suspendida en lo alto de un balcón, y yo pienso sin embargo que mereció haber aprobado todos sus exámenes.
Hombre 2: (Mecánico) A la muer-te hay que mi-rar-la de frente, ca-ra a ca-ra y sin ti-tu-be-os.
Hombre 1: Espero que mi visita no sea inoportuna, pero la verdad, sin flores... ¿Vd. cree que...?
Hombre 2: (Consultando su reloj) Sin duda es tarde para que los niños sigan jugando en la calle.
[De pronto una señora, entrada en años y tocada con un chal, se levanta de su asiento para arreglar primorosa el pañito de una mesa]
Señora: (A grandes voces y gesticulando) Los ricos hartos de comer, y los pobres lagartos muertecitos de hambre. ¡Ay señor, mis pobres lagartos! Sí, porque los señoritos ricachones no se acuerdan ya de cuando limpiaban las cochineras. ¡Ay señor, qué dolor de hijos! (susurrando) Yo sólo quiero mantener dos heridas abiertas, sólo dos. Más, sería ambición.
[Un poeta se levanta para hacerse eco del dolor de la señora. Le pasa a ésta el brazo por el hombro]
Poeta: En la niñez del bosque no existían
ni esa torva mirada de los pájaros desahuciados
por una fina tela de araña ni
plumas de serpientes abandonadas sobre
el sueño.
Ahora es inútil perseguir a la niebla, porque
las hojas esconden el cuello culpable
del verdugo equivocado.
Que no hay puertas que abran
al rumor indeciso de ese ansia de
sangre que cuelga de las banderas.
Que no.
Que no hay muertos de mañana, como de espaldas.
[Se sienta. Tímidos aplausos al fondo]
Hombre 1: ¿Y ese quién es?
Hombre 2: A lo que parece, un poeta, caballero.
[Durante unos minutos todos permanecen en silencio. Mientras tanto, la impaciencia del Hombre 1 va creciendo ostensiblemente]
Hombre 1: (Impaciente) Pues sí que tarda en llegar el dichoso ascensor. ¿Cuántos días llevamos aquí?
Hombre 2: Diez, a lo sumo.
Hombre 1: (Al poeta) Ustedes son los culpables de tanta confusión, de tanto albedrío, de la estaticidad de los trenes. ¿Podría alguien decirme a que piso va?
Matemático: Yo voy al infinito, pero numerable.
Hombre 2: No se aflija, ya verá cómo se acostumbra. El pan no es duro, las mañanas no se sienten cesar.
Una voz: Aquí no se siente.
Hombre 1: ¿El infinito es numerable?
Poeta: Nuestras voces han ido languideciéndose,
los lagos afincaban sus rimas al anhelo
de no resucitarse. La...
Matemático: ... la atrofia de los segmentos no intersecta al plano (risas).
Poeta: El eterno continuo de las horas.
Matemático: Las horas.
Hombre 2: Las horas.
Señora: (al hombre 1) ¡Horas! Sí, desnúdese, ¿no sabe que aquí todos vamos desnudos? ¿Cómo se atreve a incumplir las normas del recinto? ¡Hereje!
Todos: (Impecablemente vestidos) ¡Hereje!
[El ascensor parece detenerse, renquea, vibra. Todos miran violentamente hacia la puerta, a un tiempo. La luz se hace tenue]
Todos: (Excepto hombre 1) ¡El ángel del señor descendió de los cielos!
[Se abren las puertas del ascensor. En el lateral, una luz potente se filtra. Una voz, como de funcionario, dice:]
Funcionario: ¡A ver, el filósofo!
[Un hombre delgado se adelanta]
Filósofo: (Tímido) ¿Sí...?
Funcionario: Lo siento, esta vez le tocó de obrero, así es la "obra". Un obrero culto, eso sí, pero obrero.
[El filósofo coge su sombrero y su abrigo]
[Silencio sepulcral]
[Minutos después se oyen voces lejanas]
Hombre 1: ¿Quién? (Más alterado) ¿Quién me llama?
Hombre 2: Tranquilícese. A lo mejor...
Hombre 1: ¡Déjese de sandeces! ¿Cómo quiere que me tranquilice? Vengo a hacer una visita a una amiga mía y tardo mil años. Y este ascensor repleto de incongruencias.
Hombre 2: Oiga, oiga, incongruencias no, que son palabras mayores.
Hombre 1: Para una vez que me sale un plan y... ¿Y si mañana aún estoy aquí?
Hombre 2: Humm. Es probable.
Hombre 1: ¡Caramba! Mi jefe me sustituirá por otro, perderé mi empleo. Además, ¿quién se creerá esta historia? ¡Viajando en ascensor!
Hombre 2: (Leyendo el periódico) "Mujer violentamente asaltada en unos grandes almacenes. Mientras, la luna escapaba por entre los cristales rotos de los escaparates."
Hombre 1: (Irónico) ¡Hermoso espectáculo! Y dígame, ¿no pone nada más?
Hombre 2: No, nunca abrieron la puerta.
Hombre 1: Mire, yo llevo años estudiando la maquinaria de los relojes y, sinceramente, nunca he encontrado nada de eso.
[En esto se le acerca el Payaso Melancólico]
Payaso M: Perdone, caballero, pero es que usted nunca ha deshojado una margarita.
Hombre 1: ¿Que no?
Payaso M: No, nunca.
A mí, en cambio, el Director del circo me humillaba en cualquier ocasión que se le presentaba.
Me encargaba los trabajos más ingratos, los menos brillantes. Tenía que arrojarme al suelo para que me pasara por encima el caballo salvaje y así no se lastimara.
Hombre 1: ¿Y acaso no le gustaba eso?
Payaso M: A mí lo que me gustaba era vivir en la red de los trapecistas, y que se olvidaran de mí.
El Poeta: (Desdeñoso) El trabajo de dirección es muy incomprendido. A menudo se vive en soledad.
Payaso M: El director de nuestro circo era particularmente despreciable, y nunca me quejé; o casi nunca. Y aún debía agradecer que me dejara dormir junto a las bestias hediondas.
Tampoco el caballo salvaje perdía ocasión para reírse de mi desdicha.
Matemático: ¿Y por qué no lo mató?
Payaso M: Lo pensé, y todas las noches dormía con un puñal junto al muslo izquierdo, pero si hubiese querido matarlo, estoy absolutamente seguro de que el cuchillo no hubiera podido encontrar el camino. Si hubiese sido burócrata, como fue la ilusión de toda mi vida...
Hombre 2: Sólo he visto una vez una ballena. Y además estaba disecada. Lo recuerdo perfectamente.
[En esto aparece un mayordomo impecablemente vestido con una hermosa librea roja, botones dorados y limpísimos guantes blancos. Lleva en una bandeja una cartita.]
Mayordomo: (Al hombre 1) Perdón señor, le traigo un mensaje.
Hombre 1: ¿A mí?
Mayordomo: Sí señor. (Le ofrece la carta)
Hombre 1: ¿Y quién la envía? (Coge la carta y sin esperar la respuesta del mayordomo se pone a leerla. Expresión de sorpresa.)
Mayordomo: ¿Ordena algo el señor?
Hombre 1: ¿Eh? No, no, gracias. No quiere contestación.
Mayordomo: Entonces, con su permiso...
Hombre 1: Oh, sí, sí, váyase si quiere. Muchas gracias. (El mayordomo inicia el mutis)
(Al hombre 2) ¡Esto sí que es bueno! Nunca me hubiera imaginado que tuviera servicio. Trabaja en mi misma oficina, pero en un escalafón inferior. Y yo no puedo permitirme ciertos lujos.
Hombre 2: Vaya, vaya con su amiga.
Payaso M: Ah sí, su amiga... Tan dulce, tan suave, tan encantadora...
Hombre 1: (Algo molesto) ¿La conoce?
[El ascensor renquea de nuevo. Aparece el funcionario]
Funcionario: ¡A ver, el payaso melancólico! (El payaso melancólico se acerca tímidamente)
Payaso M: ¿Sí?
Funcionario: Esta vez te ha tocado de director de circo.
Payaso M: ¿De director? ¿Yo? No sé si podré, si...
Funcionario: Nunca sé cómo acertar contigo. Anteriormente te ofrecí el caballo salvaje, y por lo visto tampoco te agradó. No se hable más: ¡Director!
[Silencio sepulcral]
[El ascensor se ha hecho plano, y una niña lo pega en su viejo álbum de fotografías, junto a otros recortables, y lo ha cubierto con un ya deteriorado e ineficaz papel vegetal.]
[Mucho más lejos, en los puentes, en los barandales de celulosa opaca que esperan a la niña, el tiempo pasea, se detiene, aparenta acostarse en un breve murmullo de aleteos y de linternas rojas. El número de pisos de ningún rascacielos puede reconocerse a los ojos de la niña, en el álbum de fotos, en el pupitre de madera vieja.
Todos los gatos deambulan en fila en medio de la niebla.]
TELON