Revista poética Almacén
Textos en adelante

Fernando vela o la pérdida del alma contemporánea
Fernando vela o la pérdida del alma contemporánea por Alfredo Bruñó

Una de las funciones de esta sección, Textos en Adelante, es la de recuperar ensayos que, incluso tras décadas o siglos, continúan vigentes en nuestro tiempo. Leyendo cosas de los años veinte y treinta del siglo que acaba de terminar y del que no acabamos de salir, me he dado cuenta que muchas de las preocupaciones de los autores de entonces eran iguales, o por lo menos, simétricas a las de los de hoy.

Fernando Vela, por ejemplo, dedicó el ensayo que reproducimos en esta ocasión, a la militarización embrutecedora de la sociedad occidental, muchas veces por medio del deporte, que por entonces ya había salido de los campos anglosajones y había colonizado el mundo. Vela era un centrista que se lamentaba tanto de los excesos del fascismo como de los del comunismo, estalinista en los años treinta. Con Ortega, despotricaba contra la masificación del mundo, que sospecho que para ellos era una malversación de las energías industriales de su Europa. Así lo interpreto hoy, setenta años después de su diagnóstico.

Juan Renau, desde las páginas de Nueva Cultura, y en un artículo titulado Fernando Vela o la concepción democrático-aristocrática de la sociedad ataca a Vela por su horror a las masas. La última frase del artículo ya dice bastante: Es uno de los distintos caminos por los que indiferentemente muchos intelectuales llegan, desde la filosofía, ciencia y arte puros, a la aceptación, siempre sublime e inmaculada, de la cruz svástica o de las fasces del lictor. El ataque me parece desmesurado y probablemente fuera Ortega más fácil merecedor de él que Vela.

De todas maneras, el elitismo de Fernando Vela va en contra tanto de la derecha como de la izquierda de su tiempo. Ambas le parecen embrutecedoras del individuo. Es difícil ser fascista o estalinista cuando la prioridad de uno se emplaza en el individuo. Ninguna de las dos ideologías permiten esa, digamos, desviación, esa debilidad burguesa. Pero ya hemos visto el resultado de las ideologías fuertes del siglo veinte, los millones y millones de muertos que han causado, y hemos visto y seguimos viendo cómo sus métodos siguen siendo útiles hoy, en nuestra misma sociedad, en nuestras mismas calles y en nuestras vidas.

Una de las cosas de las que más se quejaba Vela era la exteriorización del alma humana por culpa de la técnica, el consumismo y la cultura de masas. Eso suena a la última diatriba periodística, ¿no? En Almacén ya hemos colgado algunos artículos de los años veinte y treinta del gran ensayista judeo-alemán, Siegfried Kracauer. El último, uno que trata del aburrimiento, parece la fuente principal del argumento de Vela sobre la zozobra del alma contemporánea. Incluso podríamos decir que el artículo de Vela que colgamos a continuación es una versión, no un calco, sino una variación o fuga sobre el tema de Kracauer. Así el embrutecimiento del ser humano moderno y la falta de posibilidades para el verdadero aburrimiento van de la mano.

Hay otra cosa que me gustaría mencionar del artículo de Vela, por su terrible actualidad. Cito:

Y aparte estas solicitaciones, puramente físicas, a la extroversión del alma, otras mucho más complicadas y sutiles, por ser también de naturaleza psicológica como lo que están destruyendo. Tal ocurre, por ejemplo, con esos ejercicios de protección contra los gases y los ataques aéreos de ciudades enteras que son el método más eficaz que pueden emplear los Gobiernos para el embrutecimiento radical y rápido de sus pueblos. Lo de menos en ellos es el propósito benéfico y previsor de adiestrar a la población civil en la defensa; más bien se persigue suscitar una impresión de peligro inminente y constante, de un peligro, además, envolvente e invisible en una combinación enloquecedora —de fin de mundo— de celeste destrucción flamígera y total emponzoñamiento atmosférico.

¿Y no es eso lo que nos está ocurriendo ahora con la incesantemente cacareada guerra contra el terrorismo? Hace poco salieron en prensa una serie de ejercicios de protección contra el terrorismo efectuados en los Estados Unidos. Nuestro Gobierno se sumó a una guerra innecesaria utilizando los mismos argumentos de una amenaza sin fin, etérea y concreta a la vez, sin escuchar en momento alguno lo que clamaban las masas, precisamente las masas, de este país.

La actualidad de muchos de los textos de Fernando Vela sigue ahí. Sin embargo, no me interesa ponerlos de nuevo al alcance de nuestros lectores porque yo esté completamente de acuerdo con él, lo que más me interesa es la discusión, el pensamiento sobre lo que ocurre en nuestro tiempo. A veces, para verlo con cierta claridad, hay que recurrir al pasado.




Enbrutecimiento
por Fernando Vela

Si no hubiera sido un movimiento universal, yo me consideraría uno de los mil culpables. En 1901, amigos que volvían del extranjero a pasar las vacaciones de verano, me hablaron del fútbol. A uno que estudiaba su bachillerato en París le encargué un balón. Me envió el balón amelonado del rugby. Hasta que se deshizo el error, jugamos a un fútbol association que con aquella pelota puntiaguda resultaba, como puede imaginarse, difícil, extraño, accidentadísimo. Formábamos el equipo once compañeros de Instituto; si alguien nos aconsejaba sustituir a cualquiera de ellos por un extraño más fuerte y ágil, respondíamos: y ¿qué?; ese no es amigo nuestro. Teníamos que hacérnoslo y pagárnoslo todo; para ensayar —aún no se decía entrenar —llevábamos a cuestas, a través de las calles, hasta un prado de las afueras, los seis palos del goal, el balón, las botas. Un día, para jugar contra un equipo de un pueblo vecino, donde ya había prendido la afición, embarcamos los once —y nuestro séquito: dos admiradores— en un carro de bueyes a las cinco de la mañana. No teníamos más público que una docena de amigos y algunos parientes muy próximos. En un partido fui lanzado al aire por la carga feroz de un enemigo gigantesco; en mi trayectoria oí el trémulo y taladrante ¡ay! de mi madre. Los futbolistas modernos no conocen esta época en que lo familiar aún se fundía con lo deportivo. Más tarde comenzaron a jugar los de la Universidad, por pedagogía, por imitación de los colegios universitarios ingleses. Entre los alumnos se mezclaban algunos catedráticos. Como se creía entonces que los zagueros no necesitaban correr, se ponía a los profesores en ese puesto. Ahora hay clubs riquísimos y equipos a millares, públicos multitudinarios, campos inmensos, periódicos, organización, profesionalismo... Si no hubiera sido un movimiento universal, yo me consideraría uno de los mil culpables. Pero si no hubiera sido un movimiento universal, habría carecido de importancia y yo no tendría tampoco ninguna culpa.

Todavía muchos años después no sabíamos para qué iba a servir el deporte, qué pretendía, hacia dónde orientaría a la postre a la juventud. Porque no parecía perseguir finalidad alguna, unos le consideraban estupidez vacía; otros, como al arte, puro juego, actividad ficticia y desinteresada. Eso es, en efecto, en los países deportivos de veras como Inglaterra: estupidez vacía o, como decía Mallarmé, en prados para vacas l’elevage athleétique de ses générations. Y probablemente así seguirá siendo. Pero en otros pueblos el vacío de esa estupidez no ha podido resistir y se ha ido rellenando con otras muchas estupideces. Solamente hace muy poco tiempo comenzamos a registrar multitud de fenómenos que contestan a aquellas preguntas: una disciplina y una organización de la juventud, un amor al uniforme, a la insignia y a la mascota, un comunismo de equipo como quiera que se llame, un cierto modo de sentir o actuar a manera de equipos o bandas, una aplicación de todas las formas deportivas puramente físicas y externas a la lucha política, el viraje de todo el deporte hacia la guerra como preparación bélica. En la reciente visita de M. Laval a Moscú, cuenta un periodista francés, una joven parachutista, ganadora, de un record mundial, explicaba con gran exaltación en nuestra el papel moral de su peligroso deporte. Los directores soviéticos fomentan, en efecto, el entrenamiento deportivo de la juventud ante el peligro de una guerra, y consideran el deporte del paracaídas como el más adecuado. Arrojarse al vacío, arrojarse frecuentemente, incluso diariamente, da a los que practican este ejercicio un singular dominio sobre los nervios y el miedo. Durante mucho tiempo, los jóvenes alemanes subieron a las altas montañas a respirar el aire puro y libre de las cimas, con botas, medias y calzones de alpinista y una vihuela a la espalda, hasta que un día bajaron con polainas, uniforme, trompeta al frente y, hartos de su propio vacío interior, ululando por una consigna y por un jefe y conductor.

Lentamente primero, rápidamente ahora, la marea del deporte va retirándose y descubre el fondo real. Donde antes estaba un lanzador de peso o disco, una metamorfosis, al estilo de las que usa el cinematógrafo para sus metáforas visuales, nos deja ver un lanzador de granadas; donde un equipo, una sección de asalto; donde un público de fútbol que tremolaba banderitas y gritaba las iniciales de un club, una masa que extiende el brazo o alza el puño y clama, como salvación, un simple, infantil lema político. Bajo el brazo antes libre del parachutista, se dibuja ya, con bastante claridad, una pieza de ametralladora, y cuneado creíamos oír todavía silbatos de árbitros marcando la salida, nos hemos dado cuenta de que están en labios de jefes de banda pitando la señal de la agresión.

Pero sería injusto encarnizarse exclusivamente con el deporte, atribuyéndole a él sólo el embrutecimiento, más que rápido, de los tiempos. El es una de las mil maneras que la época emplea para desinteriorizar al individuo, sacarlo entero afuera y ponerle, a todo él, extendido, plano, tonto, sin profundidades, en la superficie de sí mismo. La época se ha empeñado en no dejar al individuo a solas, frente a frente de sí mismo, y prodiga los más formidables e ingeniosos aparatos de extroversión que cabe imaginar. Le llama de continuo a la ventana y a la puerta, le incita a desertar la casa, la caverna protectora, como se ha llamado alguna vez al alma, sin que la vida ya vivida pueda reposarse nunca lentamente sobre su propio fondo y criar madre y solera. O tal vez sea que, por el contrario, el alma quiera, ella, vaciarse; que sienta pánico a retrotraerse y volver a sí; que no se sienta a gusto en su centro e invente toda su suerte de procedimientos para verse atraída constantemente a su periferia. No por casualidad éste es el tiempo de los ruidos. Sería una explicación trivial la primera que se ocurre de atribuir su abundancia y estridor a las necesidades mecánicas; hay, sobre todo, una necesidad psicológica, aunque sea la paradójica y negativa de dejar sin psicología al hombre. En esta categoría hemos de incluir también a la radio, que se ha quedado en simple aparato productor de ruidos bajo el pretexto presentable de la música —último e hipócrita homenaje a un arte interior—, aunque en seguida revela su verdadero fin en la exacerbada intensidad que se imprime a su voz. Y aparte estas solicitaciones, puramente físicas, a la extroversión del alma, otras mucho más complicadas y sutiles, por ser también de naturaleza psicológica como lo que están destruyendo. Tal ocurre, por ejemplo, con esos ejercicios de protección contra los gases y los ataques aéreos de ciudades enteras que son el método más eficaz que pueden emplear los Gobiernos para el embrutecimiento radical y rápido de sus pueblos. Lo de menos en ellos es el propósito benéfico y previsor de adiestrar a la población civil en la defensa; más bien se persigue suscitar una impresión de peligro inminente y constante, de un peligro, además, envolvente e invisible en una combinación enloquecedora —de fin de mundo— de celeste destrucción flamígera y total emponzoñamiento atmosférico. No se omite ninguna amenaza imaginable, se hecha mano de todas al mismo tiempo para que, a la par que se proporcionan refugios a los cuerpos, no le quede ninguno a la esperanza o a la indiferencia. Es la reclâme estruendosa, industrial y organizada del peligro; ya hay formados técnicos para esta gran empresa publicitaria, los cuales conocen todos los resortes capaces de suscitar un verdadero terror y saben que el peligro es el mayor instrumento de desinteriorización porque obliga al alma a salirse a las almenas, asomarse por todas las barbacanas y estarse allí, alerta, alarmada, atenta a todos los signos del paisaje, haciendo la ronda, día y noche, por su periferia. En la lucha política y económica empléase también un vocabulario de guerra —maniobras, frentes, brigadas, choques— que colabora con su prestigio de eficacia pronta a la creación de esta atmósfera de vanguardia, de sitio, de patria amenazada. Con ello se quiere también apretar a los individuos unos contra otros, formar con todos un bloque compacto y unánime, en donde el apartamiento equivale a una deserción y la disidencia a la más alta traición, como ocurre en los sitios. Desfiles, paradas, saludos, milicias, falanges, revolución; a estas simplicidades ha quedado reducido el fino y complicado pensamiento del europeo. Temamos todo plan quinquenal o septenal; se trata de vaciar las almas por operación violenta y paralizar toda función crítica y estimativa. Es la forma más refinada de la censura de Estado ejercida mediante la gravitación constante de una obsesión exterior. Un pueblo entero dedicado a un plan quinquenal es un pueblo sin psicología, como lo fue el Egipto de las pirámides; tal vez a los rusos les convenga porque tenían demasiada y, además, no muy limpia.

El animal es el ser exteriorizado, centrifugado, porque está obseso por el mundo circundante. De cada uno de sus puntos puede venir el peligro o la presa; cada rumor es su anuncio, cada olor su anticipación o su rastro, cada instante una inminencia, una urgencia, un apuro. Sólo mediante una atención vivísima lanzada hacia fuera, que no cede ni se cansa, puede el animal examinar y acudir a tantas solicitudes igualmente interesantes con que le dardea el contorno; un leve descuido y el animal se encuentra ya, de súbito, metido en un problema de vida o muerte. El animal no tiene respiro para replegarse al centro de estas avanzadas continuamente agredidas y volverse sobre sí mismo. En cambio, el hombre está, como decía Max Scheler, libre frente al mundo, no obseso y sumido en él. Puede separarse de las solicitaciones gratas o adversas del medio que prenden al animal y le proyectan y dejan comprimido, entero, contra el exterior, como el azúcar en la centrifugadora. Y porque el hombre tiene libertad respecto al mundo, tiene un interior suyo, una intimidad y tiene una soledad, un espacio psíquico reservado donde puede ser uno y estarse consigo mismo, intimar con su propio ser, inclinarse sobre su vida para extraerle sus mejores jugos. Por tal razón, esa llamada exterior, constante e igualmente intensa, que rapta e irradia el alma, va contra la esencia del hombre y le iguala al bruto.

Ya hay pueblos donde los individuos sienten miedo a es espacio interior, probablemente porque le encuentran vacío, y adolecidos de una terrible agorafobia psíquica sólo pueden vivir colectivamente, como en una polipera, sintiendo a los lados, y delante y detrás, la presión de los demás miembros de la colonia coralina. Mientras vive en rebaño —ha dicho Jung—, el hombre no tiene alma ni la necesita; pero, viceversa, cuando no tiene alma, tien que vivir en rebaño.

Terrible espectáculo si juntamos en un breve especio, como el de un cuadro, las notas y señales registradas y les damos la aguda intensidad que les imprimiría el arte. Una compacta masa uniformada, voceando un nombre probablemente estúpido, sobre la cual aparatos de todas clases vierten cataratas de ruidos ensordecedores y, cada media hora, noticias de récords batidos, lanzan bombas y difunden gases, y los conductores, mostrando carteles con grandes planes seductores, avisos de peligro, manecillas de dirección, se la llevan a su arbitrio a cuevas bajas, que ella cree de protección y que son sencillamente... establos.


(Este texto fue publicado por Revista de Occidente, XLVIII, 1935)


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