Georges Perec, en Especies de espacios (Montesinos), hace, o mejor, proyecta una relación de todas las camas en las que ha pasado la noche, alguna noche. Al leer ese proyecto de relación, uno inmediatamente empieza a construir una propia. De repente, vuelven a la memoria los nombres de amantes olvidadas, hoteles a los que no se piensa volver, apartamentos prestados unos pocos días por conocidos que tenían que salir de la ciudad; noches pasadas en vela por culpa de ruidos indescifrables, no con miedo, quizás, pero sí dejando vagar la imaginación hasta que por fin encendía uno la lámpara sobre la mesita y alcanzaba un libro, y luego, mañanas en las que no quedaba más opción que hacer la bolsa y echarse a la calle en busca del desayuno en compañía de un periódico, o de la observación dilatada de los transeúntes.
El libro de Perec es perfecto para leer en el tren; sus secciones son cortas y permiten levantar la mirada hacia el paisaje sin perder el hilo. (Un amigo me comentó una vez que para leer en el tren, lo mejor es ocupar un asiento de espaldas a la dirección del convoy; así uno se distrae menos con el paisaje, pero si acaso se alza la vista lo que uno ve a través de la ventan son las cosas que huyen irremediablemente hacia el olvido: ese amigo era muchas cosas, pero no un nostálgico). Yo leí Especies de espacios en el tren.
Mirando al paisaje y recordando camas pasadas, se me ocurrió hacer una relación de los sitios donde he dormido, sí, pero la siesta. Sospecho que la variedad de lugares y circunstancias, por lo menos en mi caso, será mucho mayor que en la relación de los lugares donde he pasado la noche. Hay épocas en mi vida en las que he dormido más de día, a ratos, sesteando, que de noche; dudo que haga falta añadir que fueron épocas de empleos con horarios fijos, otra pesadilla urbana.
Uno de los lugares en donde no está nada mal visto echar la siesta es en los transportes, con la salvedad de que uno sea el conductor. La he dormido en trenes, autobuses, aviones y coches. Nunca en un barco. Las contadas travesías que he hecho han sido cortas, y los barcos todavía sostienen en mí esa fascinación que se merecen. He dormido alguna siesta en taxis, en trayectos largos, claro, de una ciudad a otra y normalmente en condiciones de urgencia. Siempre he pensado que en esas condiciones, en los momentos en los que no se puede hacer nada más que esperar, lo mejor es relajarse y dormir. Así, uno recupera fuerzas en vez de permitir que la ansiedad las consuma.
Los parques son lugares en los que es común ver a personas echando la siesta, cuando el tiempo es bueno. A mí no me gustan. Si duermo sobre el césped, me levanto con picores por todo el cuerpo. Si lo hago en un banco, se me atrofian los músculos de la espalda. Además, siempre que he dormido la siesta en un parque ha sido porque no tenía otro lugar. Fue en tiempos en que viajaba en la pobreza, incluso pasando hambre, y siempre tenía miedo de que me robaran mis escasas pertenencias.
Cuando por fin he podido viajar y quedarme en pensiones, después en hoteles, siempre ha sido un placer volver a la habitación después de comer, huyendo del barullo urbano, y descansar un rato. En esas ocasiones duermo poco, diez o quince minutos, porque la mayor parte del tiempo la invierto en revisar mis notas, añadir unos cuantos apuntes más y preparar la salida vespertina. Normalmente hago estos viajes en son de trabajo: entrevistas, investigación en bibliotecas, lo de siempre. Hubo una vez un hotel al cual llegar fue tal alivio, que no salí hasta el día siguiente. Fue después de un horrible viaje en tren que se anunció de diecisiete horas y acabo siendo de veinticinco. Fue en España.
Un lugar donde dormir la siesta siempre me ha parecido lo peor que se puede hacer es en un hospital. Durante una época, de adolescente, iba todos los días al hospital al salir del instituto. Era mi abuelo quien estaba enfermo. Yo entraba a verlo un rato, lo que no estaba mal, excepto por el sufrimiento que veía en su cara, y después me hacían salir y esperar. Eran horas que transcurrían despacio.
Tengo amigos en muchos lugares que me invitan a pasar un tiempo con ellos. Esas visitas sirven para refrescarse el alma. Uno ve a personas queridas, sostiene largas conversaciones, muchas de ellas con varios años de duración, come, bebe, pasea y, es inevitable, escribe. Mis amigos saben que a mí me gusta hacer la digestión en paz y no me exigen demasiado después de comer. Normalmente me voy a mi habitación y me echo un rato. En ocasiones, nos quedamos todos dormidos en el sofá, en la terraza, en el jardín. El placer tiene muchos nombres.
En casa hago la siesta en el sofá, en mi sillón de lectura, en la cama. No tengo preferencia. Tuve una vez una alfombra espesa, comodísima. Era joven y tenía dinero para esas extravagancias orientales. (Más tarde y debido a un mal golpe de la fortuna caí en la pobreza y vino ese tiempo de dormir en los parques). En mi último piso norteamericano tuve una mecedora que era mi silla de lectura y de siestas. Los americanos no acaban de comprender esta costumbre de la siesta. Bueno, a veces los españoles tampoco.
Yo siempre he encontrado que justo al despertar, sea por la mañana o por la tarde, me invaden unos minutos de gran lucidez (admito que escribo esto con reservas), una lucidez que me sirve para leer, todavía con los sueños a flor de memoria, desde un punto de vista distinto al de la conciencia plena. Es un tiempo que aprovecho al máximo. Es un tiempo de oro que me ayuda a ver el mundo de otra manera y, muchas veces, a través de un prisma de felicidad que la vigilia bloquea y atrofia.