Voy a pedir algo imposible y me comportaré como un realista del sesenta y ocho. Pero si he de pedir lo imposible, antes tendré que pensarlo. Luego bien podría sustituir el pide por el piensa, y el eslogan sería a mi juicio más certero. Sacaré la arena de debajo de los adoquines, y construiré con ella castillos en el aire para que los habite mi presidente de gobierno. Hoy ha hablado en París —curiosamente en París— con esa cadencia tan suya de estadista, sobre la educación, la familia, el multiculturalismo y otras zarandajas, y ha colocado frente a su idea las ideas de mayo del sesenta y ocho. Tras exponer brevemente el catálogo de los "seis mandamientos" que regirían su política, el periodista concluye su crónica con estas palabras: Frente a estos principios positivos, [Aznar] marcó el contrapunto negativo del lema del mayo del 68 que pedía "sé realista, pide lo imposible. Ese eslogan nos da una idea de hasta dónde puede llegar el extremismo", concluyó. Por el espejo en el que se mira puede juzgarse la envergadura que pretende alcanzar una idea —otra cosa, desde luego, es que lo consiga. En el devenir de los acontecimientos no podemos olvidar que el diálogo que entablamos es siempre de ideas, y de ideas está lleno el almacén de la historia. Y si uno necesita acudir a mayo del sesenta y ocho para reflejarse es porque piensa que en esa fecha ocurrió algo que es necesario rebatir, aportando su grano de arena o su pedazo de adoquín. Y porque piensa que ese pedazo de adoquín que necesita expulsar de su cabeza está, al menos, a la misma altura que el acontecimiento del que trae su causa.
Veamos cuáles son sus líneas maestras: "soy partidario de la educación con esfuerzo, no de la educación sin esfuerzo que conduce a la marginalidad", dijo en otro momento de su intervención. Recuperar el valor de lo competitivo, de la dificultad, del esfuerzo, y abandonar los ideales utópicos, las falsas promesas que adocenan y conforman almas débiles y flatulentas, dispuestas a mecerse en un discurso fácil y lleno de buenas intenciones, pero incapaz de forjar realidades que llevarse al zurrón. Su ideario se resume en la fragua y el yunque, o en el yunque y la fragua. El sudor de la frente riega los surcos por los que crecen las ideas productivas, capaces de absorber la dosis suficiente de realidad, transformándola en materia comestible y, en definitiva, en energía necesaria para la vida. He ahí la verdadera disposición de ánimo que hará del educando un ser útil para la sociedad, un valor en alza que sumar al esfuerzo colectivo de una nación. Todos juntos seremos capaces de asimilar esa "insociable sociabilidad" kantiana apreciada por el pensamiento liberal tan al uso en nuestros días. Y sobre todo y por todo, evitaremos que nuestra juventud se balancee en la radicalidad y el extremismo.
En el envés de esa trama se debate lo innombrado, lo que escapa a la razón política del más fuerte, lo que transcurre por el trasfondo de la vida, lo que se eleva sobre el campo sembrado de posibilidades para volar un poco más alto, hacia esas regiones que llamamos imposibles, y en las que parlotean las masas con voz informe e inaudible, como un murmullo inaprensible a la razón, pero que está presente, a buena fe que lo está, en todas nuestras decisiones y en todos nuestros actos. Es el sedimento donde se cruzan expectativas, donde se pierden o se ganan afectos, donde se prestan o se quitan sonrisas, donde la vida se diluye perezosa en el devenir incesante de las cosas, lejos del paraguas protector de la disciplina y el esfuerzo.
Y es precisamente el temor a ese murmullo el que produce las ideas de nuestro presidente, es en ese rumor en el que se cuecen la radicalidad y el extremismo con los que predica sus ideas —y que, curiosamente, tanto aborrece en los otros—, el único capaz de sustentar su voz y de hacerla audible, comprensible. No debería refutar con esa alegría eslóganes que le son perfectamente aplicables: quién no pensó como imposible que un presidente de gobierno fuera tan zafio, tan cafre, tan bobo, tan palurdo como el que nos ha tocado sufrir. Y a fe mía que soy realista. Y liberal, en ese sentido ilustrado que preconiza la actitud crítica del "atrévete a pensar". Y no por ello dejo de pensar imposibles. ¿Soy extremista o radical por ello? Nada más lejos de los extremos: pienso desde el centro mismo de mi ser, desde esa neurona equilibrista que trata de situar las cosas en su sitio, ni más ni menos alejadas de esa realidad aturdida que dejan como rastro las utopías.
Ya nadie ignora que la sociedad liberal —ahora sí: en el sentido más crudo del término— sustentada sobre la ley del más fuerte renace. Ese árbol que busca la luz abriéndose paso entre las ramas de sus vecinos sin duda crece más rápido, pero también es más débil, y será tumbado por la primera ventisca que lo balancee. Las sociedades que crecen sobre la disciplina del esfuerzo y se dirigen siempre hacia arriba (altius, fortius...), son a la larga las más débiles moralmente, pues ignoran la realidad: siempre atentos a ese cielo que les abre un inmenso campo para el desarrollo de sus grandiosas ideas, cuando doblan la mirada y ven la obscenidad de la barbarie se arredran, se acogotan, se adocenan. ¿Qué discurso es entonces el extremista? ¿Cómo no advertir que la práctica de ese modelo conduce a sociedades ciegas al dolor ajeno, ciegas a la injusticia, ciegas a la marginalidad, cuya evitación se enuncia curiosamente como justificación de su modelo?