Revista poética Almacén
El entomólogo

Crónicas leves

[Marcos Taracido]

Otros textos de El entomólogo


La mudez y el grito
Había caminado durante una hora cuando en el medio del bosque, en un claro salpicado de hojas de pino, encontré a una nutrida representación de una colonia de Formica Rufa atacando a un coleóptero, casi con toda seguridad un crisomélido por su cáscara brillante como el traje de esas mujeres de las fiestas de la alta sociedad. Al principio simplemente estuve observando cómo se desarrollaba la batalla entre el gigante y las centenas de hormigas, pero de pronto una pregunta me nubló el cerebro: ¿estaban haciendo ruido? ¿esa voraz y minúscula guerra producía sonidos? Aparentemente nada se escuchaba, así que intenté abstraerme totalmente de los muchos graznidos y rumores del bosque y me concentré en la batalla; como nada se oía me acerqué todavía más e intenté entonces acompañar sus movimientos e imaginar el fragor del choque de las mandíbulas con la coraza, los golpes que en el aire producirían los lentos y agonizantes aleteos del escarabajo, el crujido que brotaría de los cuerpos que los artejos del gigante partían en dos. Silencio, sólo silencio. Entonces me di cuenta de que en ese silencio tenía que buscar los gritos que esperaba; que mis sentidos habían ya recreado en la espera todo el bramido de la muerte y la violencia que no podían percibir, como yo ya imaginara de niño los gritos y las risas de esas películas mudas que me llevaba a ver mi madre en el teatro del pueblo.
Roon Grebelek, Cuaderno nº5.

Cuando era un niño buscaba el milagro con la tenacidad del entomólogo. Se trataba, en realidad, de retar al mundo conocido, de desvelar bajo la apariencia el otro lado, o de demostrar su inexistencia. Descansaba, por ejemplo, una mirada pétrea y duradera sobre las rocas, esperando que mi constancia venciese a su paciencia y así pudiere observar por fin el movimiento de la piedra, el leve temblor que demostrase que llevan milenios engañando a los humanos y sí poseen la capacidad del movimiento. Hablaba, también, durante horas con mi perra esperando que entre la borrachera de mis palabras a ella se le escapase descuidada uno de los muchos verbos que yo intuía que me ocultaba deliberadamente. Por las noches, apagadas las luces de la casa, arrimaba mi oído a los pechos de los soldados de plástico para corroborar que el alma que yo les concedía mientras duraban los juegos permanecía en forma de latidos y aire en sus pulmones. Nunca vi el temblor en los peñascos, ni escuché la voz sin ladrido de mi perra, ni sentí palpitar a los muñecos. Entonces no podía verlos porque equivocaba el punto de vista, porque miraba mal. Las rocas palpitan pero con la lentitud de los planetas; los perros conversan apenas les escuches; ahora veo respirar a los muñecos cuando les doy la espalda.


A la deriva Ataque a Irak

El acoso El derribo

Saqueo Los Bárbaros



Los dibujos de Hilario Barrero sobre la guerra de Irak tiemblan como el mármol, articulan verbos como los perros, juegan en la oscuridad como los juguetes y producen un clamor como el de la batalla entre las hormigas y el escarabajo:

Desde la inmovilidad de fotografía que otorga al paisaje, al desolado campo de batalla la angustia de un destino inequívoco e insalvable de quietud y de muerte. Donde el dibujo se mueve —el agua, los que rodean el féretro, los que acosan— es para rodear a la muerte.
Desde la mudez de los rostros sin sentidos: no hay nariz, no hay boca, no hay mirada. Porque no se puede describir el grito, porque no se puede oler la podredumbre, porque no se soporta la visión del fuego.
Desde los cuerpos desmembrados que revelan la soledad más absoluta de quienes no tienen el tacto ni unos brazos para taparse los ojos, y sólo pueden esperar que algo o alguien los engulla, sin siquiera el ácido don de la protesta.


Desde la luz, desde la claridad que ilumina los cuerpos, que acaricia las manchas con que el lápiz crea los humanos y los deja desnudos y eternamente castigados a la perplejidad: mira.


Desde la geometría y la fragmentación, el caos de quien se mira el vientre y ve la desnudez del espinazo, de quien se cose un dedo en la frente para tapar la hemorragia, de quién ve crecer una espiga sobre los restos de una bomba de fragmentación.


Desde el color que brota del dibujo como la sangre moja las manos del que tapa la pierna cercenada.



Guerra en Irak



Desde la flor y el pájaro y el feto, desde ese retrato rodeado al que si miras lentamente, si escuchas sin oídos, si, finalmente, le das la espalda, percibirás la leve sonrisa en las tres caras.



Nueva primavera en Iraq


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