Hilario Barrero
Para los que vivimos aquí y participamos de la tragedia ahora sabemos que hay dos "nuevayores": el de antes y el de después del 11 de septiembre.
Todos sabíamos cómo era el de antes, nadie cómo iba a ser y cómo es el de después. La cicatriz, aunque se cubra seguirá abierta en la vida diaria de esta ciudad. Cada uno de nosotros tiene su historia, conoció a alguno de los desaparecidos o a de los que se salvaron, respiró el polvo de los muertos, se le llenaron los pulmones de humo denso y del olor a hierro retorcido y a destrucción, tuvo dolor de cabeza, ansiedad, tristeza. Cada uno tiene su propia imagen, sus fotografías, su reportaje. Todos perdimos algo, nadie ganó nada. Aquellos días sacamos las banderas que guardábamos para fiestas gloriosas y las colgamos para avisar a la muerte y al terror de que estábamos asustados, tristes, desconcertados y desorientados.
Leímos historias desgarradoras que nos partieron el alma y los que vimos a parejas de enamorados agarrados de la mano arrojándose desde las torres, volando en el vació como pájaros desesperados y cayendo en picado para estrellarse en el suelo, no podemos olvidarlas. Los que vimos el segundo avión aparecer en el cielo, acercarse a la torre y estrellarse tampoco lo podemos olvidar. Los que supimos que tanto la madre embarazada como el hijo a punto de nacer morían asfixiados tampoco los podemos olvidar. Y por encima de todo cuando vimos cómo la primera torre se desplomaba era imposible de creer.
Cuando al día siguiente, pasamos por la dependencia de bomberos de nuestro barrio en Brooklyn, compuesta de 14 bomberos a los que conocíamos, y nos dijeron que los catorce habían muerto salvando a otros, fue entonces cuando nos dimos cuenta de la magnitud del drama. La muerte llegaba a un barrio alegre, feliz y próspero y en la dependencia los trajes de los catorce bomberos, la mayoría jóvenes, colgaban inútiles la vuelta de sus dueños. Desde ese día nos cuesta un poco más respirar con libertad, tenemos miedo y la vida tiene otro significado.
Mi amigo Salman que trabajaba en el piso 82 pudo escapar después de un tiempo de angustia y de desesperación. Las escaleras se iban llenando de gente, algunas personas mayores se retrasaban y ya no saldrían jamás, quedaba poco tiempo, había humo y todo estaba oscuro. Algunos lloraban, otros rezaban, la mayoría bajaba ansiosa las cientos de escaleras buscando la salida. Salman dice que cuando bajaban oyeron un ruido infernal pero que no sabía que estaba ocurriendo. Ya en la calle, un policía le indicó a mi amigo que echara a correr, que se alejara hasta el puente de Brooklyn. Salman echó a correr y al volver la cabeza vio como la torre se desplomaba levantando una tormenta de polvo, fuego, oscureciendo la zona. Se había salvado por minutos.
Se lo han traído todo al concierto en el parque:
servilletas, licores, copas de cristal fino,
los postres y las mantas, el perro y las almohadas,
y como está nublado tienen hasta previsto
una versión de lluvia del programa anunciado.
Al día siguiente la vida brillaba con fuerza y a muchos nos parecía una irreverencia, un atentado a nuestra pena y a tanto duelo. En Prospect Park septiembre remaba al otoño con su amarillo y su olor a membrillo maduro. El césped, ajeno al infierno de cuerpos quemados, respiraba esperanza, un perro ladraba a una cometa que volaba libre oliendo el aire a chatarra y un niño pintaba en el suelo, con tizas de colores, una flor rosa y azul. Con esta luz rebosante de cobre supimos que muchos niños se habían quedado jugando en el recreo hasta muy tarde esperando a sus padres que no habían ido a recogerlos. Niños que no sabían ni de capitalismo ni de odios. Niños que todavía están esperando que sus padres regresen. Pero que no lo harán. Aquel día 12 parecía domingo de gloria cuando en realidad era viernes de dolor.
Eran catorce cuerpos llenos de fuerza y esplendor que alegraban la calle con la agresividad de su juventud. Ahora son catorce fotografías en una sala grande y fría con catorce trajes colgados en perchas que como fantasmas se llenan de polvo y tiempo oscuro. Catorce cuerpos que conocíamos de entre los dos mil cuerpos achicharrados que no conocíamos pero que ahora recordamos.