Revista poética Almacén

Una ciudad, cinco barrios, cientos de "pueblos" y dos mil cuerpos achicharrados

Hilario Barrero

Otras presencias del autor en Almacén: Los Dibujantes, Artes poéticas, Los Poetas.

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Para los que vivimos aquí y participamos de la tragedia ahora sabemos que hay dos "nuevayores": el de antes y el de después del 11 de septiembre.


Torres ardiendo

En Nueva York todo es posible: taladro o mordaza, navajazo o mordisco, rosas o diamantes, caviar o bagels con crema de queso, ambigüedad o sumisión, subversión o alienación. Nadie es indiferente a esta ciudad de siete millones y medio de habitantes. Como se sabe una ganga: sesenta florines pagados a los indios. (Su suelo actualmente está valorado en 350 billones de dólares). A la antigua New Amsterdan o se la ama o se la odia, pero nunca se la olvida pues se queda pegada a uno, para siempre, como ese primer amor imposible que jamás se va de nuestra memoria. Y tampoco se olvidan sus gentes que andan deprisa como si fueran a llegar tarde a una cita que no existe, corren para ir al trabajo o para coger el tren de las cinco menos cuarto, o el metro y así evitar en lo posible la caótica hora punta, gente que discute con pasión, empuja o cede el asiento en un vagón abarrotado, ignora y deja que cada uno sea lo que quiera ser.

Todos sabíamos cómo era el de antes, nadie cómo iba a ser y cómo es el de después. La cicatriz, aunque se cubra seguirá abierta en la vida diaria de esta ciudad. Cada uno de nosotros tiene su historia, conoció a alguno de los desaparecidos o a de los que se salvaron, respiró el polvo de los muertos, se le llenaron los pulmones de humo denso y del olor a hierro retorcido y a destrucción, tuvo dolor de cabeza, ansiedad, tristeza. Cada uno tiene su propia imagen, sus fotografías, su reportaje. Todos perdimos algo, nadie ganó nada. Aquellos días sacamos las banderas que guardábamos para fiestas gloriosas y las colgamos para avisar a la muerte y al terror de que estábamos asustados, tristes, desconcertados y desorientados.

Humo y luz

Manhattan es la isla que nunca duerme; por eso, a veces tiene la cara sucia, el cuerpo se resiente y el metro, que no descansa jamás, marcha con olor a sangre amotinada. Nueva York es el arma que brilla en la esquina, la sirena policial que despierta a las sombras, un rosario de disparos, la oscuridad tiroteada, maitines para un tiempo de bala, pasajeros en vagones de sombra sin ninguna estación a la que llegar, la suciedad acumulada en las calles, la orina reseca en los andenes, los vómitos florecidos en las esquinas, la soledad como un puñal de seda, y la otra terrible soledad, socavando, taladrando, acelerando la sangre hacia el precipicio. Una ciudad en donde en una noche puedes ser sentenciado a muerte por ese virus cobarde y traicionero que diezmó a sus gentes o puedes ser coronado por quince minutos de fama y caer luego, una vez marchitada tu frágil belleza, en el olvido total. Tan honda es la soledad en la noche neoyorquina que la mayoría de los suicidios se piensan, se planean y se ejecutan en esa hora incierta del alba. A esta ciudad se viene a triunfar, brother; si son superadas las pruebas y resueltos los acertijos serás investido con poder y ambición por una Turandot de piedra verde, reina del puerto, que minará tu alma.

Leímos historias desgarradoras que nos partieron el alma y los que vimos a parejas de enamorados agarrados de la mano arrojándose desde las torres, volando en el vació como pájaros desesperados y cayendo en picado para estrellarse en el suelo, no podemos olvidarlas. Los que vimos el segundo avión aparecer en el cielo, acercarse a la torre y estrellarse tampoco lo podemos olvidar. Los que supimos que tanto la madre embarazada como el hijo a punto de nacer morían asfixiados tampoco los podemos olvidar. Y por encima de todo cuando vimos cómo la primera torre se desplomaba era imposible de creer.

Estatuas de barro

Pero también en Nueva York se pone el sol con una luz decadente y como de fin de siglo que lame los tejados con saliva florentina, una bocanada de rojos y morados, un sudario de tul en el mármol florido y cada mañana nace otro sol nuevo con alfanje de oro que te arroja a la sorpresa del nuevo día. Y cada día es un milagro que se repite en la Quinta Avenida, cotidiana, pasadizo obligado de turistas en masa, domingueros y suburbanos; en Broadway remozado y pareciéndose cada vez más a Disneylandia; en el Village liberal y amenazado, en Wall Street, una rúbrica de velocidad en el cielo de las finanzas. Y el milagro se repite en fábricas anónimas con oscuros trabajadores que no hablan inglés y son explotados, o en el Port Authority, una activa terminal de autobuses en la calle 42, donde los chaperos buscan unos dólares por un fugaz y, a veces, sórdido encuentro sexual.

Cuando al día siguiente, pasamos por la dependencia de bomberos de nuestro barrio en Brooklyn, compuesta de 14 bomberos a los que conocíamos, y nos dijeron que los catorce habían muerto salvando a otros, fue entonces cuando nos dimos cuenta de la magnitud del drama. La muerte llegaba a un barrio alegre, feliz y próspero y en la dependencia los trajes de los catorce bomberos, la mayoría jóvenes, colgaban inútiles la vuelta de sus dueños. Desde ese día nos cuesta un poco más respirar con libertad, tenemos miedo y la vida tiene otro significado.

Trajes vacíos

E.B. White, en un artículo ya antológico titulado Here is New Cork que escribió en el verano de 1948, cuando viviendo solo sintió esta soledad neoyorquina que puede cegar la visión de la realidad, con ironía y una mirada periodística, dijo: “New York concederá el don de la soledad y el don de la privacidad. Puede destruir a un individuo o permitirle su realización personal, lo que depende en mucho del azar”. Y es que en NY se puede ser un solitario y tener una hermética privacidad. “Nadie debe venir a NY a vivir a menos que desee tener suerte, que venga a triunfar”, anota White. Aquí los perdedores no son bienvenidos. Y entre los triunfadores enumera a famosos que vivían o vivieron muy cerca del hotel donde él se hospedaba. Y así habla de Rudy Valentino, que estaba de cuerpo presente muy cerca de donde Nathan Hale, un héroe de la revolución americana, fue ejecutado y de donde Herminway dio un puñetazo en la nariz a Max Eastman, por muchos años un escritor comunista y líder del pensamiento liberal americano que editó The Masses, un periódico de izquierdas; menciona la sombra de Withman en Brooklyn y la calle donde Willa Cather vivió cuando vino a NY a escribir libros sobre Nebraska.

(Sin embargo frente a este dolor hubo quien se alegró de este manotazo dado a la América agresora, desafiante y capitalista, olvidando las vidas de inocentes que este atentado se llevó. “¡Qué se jodan!”, pensaron los ciegos de corazón. Hubo una especie de alegría colectiva entre los que por sistema odian a este país de una manera irracional, pero que hablan inglés, beben Coca-cola, llevan Levis, fuman Marlboro, comen en MacDonald, admiran a Eminen y muchos de ellos darían algo por vivir aquí, por saborear la verdadera libertad, entrar a un mundo que no tienen, poder elegir y enriquecerse y no vivir rabiosos de las limitaciones en su país. Quiero pensar que para todos hay un once de septiembre.)

En Nueva York puedes encontrarte con esos personajes de Hollywood, de la política, de la literatura, de la música que uno había mitificado y soñaba en su ciudad cercada como inalcanzables. Un buen día ves en carne y hueso, más humana que divina, a la señora Kennedy en la Quinta Avenida caminando con paso firme hacia la editorial donde trabajaba y en otra ocasión te sientas cerca de ella en un coffe shop donde de reojo miras cómo se come una hamburguesa. O años más tarde ves a John su hijo, con pantalón corto, desnudo el torso, un apolo de fuego y oro, jugando en Central Park, un héroe destinado a la tragedia, la leyenda y la mitología de este país. Otro día, en la Avenida Madison, en una clarísima mañana de abril, ves a Andy Warhol, delgado, suave, sonriente y amable que, al ser saludado y fotografiado, te regala el recién salido ejemplar de la revista Interview. O a Henry Kissenger, en la Segunda Avenida, con dos altos y fuertes guardaespaldas y notas lo bajo de estatura que es en realidad. O asistes a un recital con Allen Ginsberg y su amante Peter Orlovsky (si hay otra ocasión contaremos el encuentro) que al final te firman los dos al alimón uno de sus libros. O te topas en un teatro de Broadway, donde Angela Lansbury protagonizaba Mame, con la enigmática, enérgica y áspera Katharine Hepburn, quien, cuando le pides un autógrafo te dirá, con una franqueza escalofriante, que su pulso no la permite firmar y te despedirá con cajas destempladas. O, por el contrario, puedes darte con Plácido Domingo, quien te saludará afablemente y hasta se interesará por el tipo de cosas que haces. O puedes encontrar al bajo Paul Plishka cenando en un restaurante francés. O a la diva de las divas, Renata Tebaldi, con el pelo recogido en un moño, coqueta y feliz, firmando una biografía suya. Y luego esa pléyade de personajillos de un día o de quince minutos que son la quintaesencia de esta ciudad. Nueva York es también un club privado, un círculo cerrado, un coto de caza donde sólo los escogidos, ejecutivos en traje de Armani y corbata de seda italiana, los elegidos dotados de atributos especiales y no precisamente en el cerebro, pueden entrar.

Mi amigo Salman que trabajaba en el piso 82 pudo escapar después de un tiempo de angustia y de desesperación. Las escaleras se iban llenando de gente, algunas personas mayores se retrasaban y ya no saldrían jamás, quedaba poco tiempo, había humo y todo estaba oscuro. Algunos lloraban, otros rezaban, la mayoría bajaba ansiosa las cientos de escaleras buscando la salida. Salman dice que cuando bajaban oyeron un ruido infernal pero que no sabía que estaba ocurriendo. Ya en la calle, un policía le indicó a mi amigo que echara a correr, que se alejara hasta el puente de Brooklyn. Salman echó a correr y al volver la cabeza vio como la torre se desplomaba levantando una tormenta de polvo, fuego, oscureciendo la zona. Se había salvado por minutos.

Flores

NY es también un gran parque abierto y liberal, un enorme campo democrático en donde todos cabemos, donde se celebran conciertos, protestas, maratones, manifestaciones, mítines, ciclos de teatro y en donde en la noche bajan las sombras y violan a la madrugada. En NY uno puede encontrarse conque a la misma hora se representan, en tres sitios diferentes, la misma ópera. Es en Central Park donde, tal vez, se aprecia el crisol que es esta ciudad. Todos mezclados en una Babel de confusión y libertad, donde hasta la lluvia a veces también es espectadora no invitada. Pero en NY todo tiene solución. Y así en el poema Central Park leemos:

Se lo han traído todo al concierto en el parque:
servilletas, licores, copas de cristal fino,
los postres y las mantas, el perro y las almohadas,
y como está nublado tienen hasta previsto
una versión de lluvia del programa anunciado.

Al día siguiente la vida brillaba con fuerza y a muchos nos parecía una irreverencia, un atentado a nuestra pena y a tanto duelo. En Prospect Park septiembre remaba al otoño con su amarillo y su olor a membrillo maduro. El césped, ajeno al infierno de cuerpos quemados, respiraba esperanza, un perro ladraba a una cometa que volaba libre oliendo el aire a chatarra y un niño pintaba en el suelo, con tizas de colores, una flor rosa y azul. Con esta luz rebosante de cobre supimos que muchos niños se habían quedado jugando en el recreo hasta muy tarde esperando a sus padres que no habían ido a recogerlos. Niños que no sabían ni de capitalismo ni de odios. Niños que todavía están esperando que sus padres regresen. Pero que no lo harán. Aquel día 12 parecía domingo de gloria cuando en realidad era viernes de dolor.

Policías muertos

Y después del "después" uno piensa, recordando otras culturas y civilizaciones que sucumbieron, quién será el Rodrigo Caro del siglo XXI que escriba otro poema a esta itálica neoyorquina cuando andando entre sus ruinas vea cómo “las torres que desprecio al aire fueron / a su gran pesadumbre se rindieron”. Es decir: cuando la isla de Manhattan se hunda en un sueño de ruinas y de ortigas.

Eran catorce cuerpos llenos de fuerza y esplendor que alegraban la calle con la agresividad de su juventud. Ahora son catorce fotografías en una sala grande y fría con catorce trajes colgados en perchas que como fantasmas se llenan de polvo y tiempo oscuro. Catorce cuerpos que conocíamos de entre los dos mil cuerpos achicharrados que no conocíamos pero que ahora recordamos.

Partes de este artículo fueron publicadas originalmente en la revista Clarín


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