Mi preocupación por Irene en estos días aciagos aumenta a cada
noticiario. Obligado como estoy a aventar la paja y retener el grano
para sus despensas intelectuales, me enervan sobremanera las discusiones
inútiles y la simpleza estéril. Su infantil tendencia a los contrastes
moralmente extremos pueden ser una vía de entrada fácil para el tipo de
desinformación que predomina a ambas orillas de la dicotomía moral en
que estamos instalados, y mis esfuerzos de complejidad y de coherencia,
de resultas, pueden acabar humillados.
Reconozco que las dificultades para entender el mundo que se nos avecina
son ingentes: las divisiones ideológicas tradicionales, en crisis desde
finales de siglo, no han encontrado todavía divisorias transitables sin
sobresalto, ni puertos seguros. Perdón, lector amable: aquello que
tradicionalmente hemos calificado como derecha ha llegado a su puerto y
desembarca armas y bagajes en Um-Qasr. El retorno de la nación-estado,
por definición xenófoba y tribal, en donde el individuo sólo posee
entidad jurídica en cuanto miembro del clan, y traducido interiormente
en el control social, en nuestro caso a través de la democracia
quatrianual y de los media, y exteriormente en el unilateralismo y la
disuasión militar. Lo que antaño fue un acuerdo de mínimos, los derechos
humanos universales, es calificado hoy como “pensamiento utópico”. La
dicotomía individuo-sociedad recorría transversalmente nuestras antiguas
ideologías, y puede que, pobres de nosotros, anclados todavía en los
viejos esquemas, no sepamos ver la nueva frontera, sucia de miedo,
ignorancia y pereza. No sepamos ver con claridad el nuevo eje ideológico
entre individuos intelectualmente autónomos y libremente asociados
frente al modelo grupal de sociedad súbdita de sus temores, que renuncia
a sus derechos a cambio de seguridad y protección. Algo así me susurró
hace años mi anciano amigo y maestro Leopoldo Giner a los pies del
Illimani, a propósito de los efectos de la violencia ultra de uno y otro
signo sobre la voluntad de participación de la sociedad civil.
De hecho, me preocupa más la radicalidad de quienes supuestamente
defienden posicionamientos que, aparentemente, comparto, ya que pueden
influir más fácilmente en mi niña. El rechazo a la guerra no me une con
quienes, aún declarando lo mismo, utilizan la violencia como método de
lucha contra las ideas y la palabra: y en esta centralidad hay un
espacio común que permite el intercambio de opiniones para alcanzar una
verdad universal. Hay una violencia legítima, sin duda, pero no la que
se ejerce contra la opinión, la palabra y el debate ideológico. Sólo la
razón puede desarmar la propaganda, sólo el conocimiento la histeria,
sólo la consideración inteligente de asuntos prácticos puede oponerse a
la afirmación pragmática que nuestros deseos son la verdad, o nuestros
miedos peligros reales.
La aparición en las manifestaciones cívicas contra la guerra de grupos
radicales que defienden su no a la guerra mediante la violencia no sólo
me enerva, sino que me transporta entre la indignación y la ira. La
primera movilización, casi "familiar", o como mínimo intergeneracional,
en donde abuelos, padres, hijos y nietos compartieron una experiencia de
enorme valor desde el punto de vista cívico, y que permitía, por primera
vez en mucho tiempo en este país, la emergencia de una sociedad civil
capaz de comunicarse entre ellos experiencias, sentimientos y
reflexiones sobre algo más que la tortilla de patatas de la cena, puede
haberse visto en parte frustrada por las acciones de quienes, ciegos
ignorantes, condicionan cualquier análisis político o social a la rápida
descarga de testosterona en forma de luna rota, contenedor quemado o
policía apedreado. Estos eyaculadores precoces de la rabia, iracundos y
egocéntricos, pueden llegar a hacer más daño que el mal que
supuestamente combaten: convierten la vida en un yermo polvoriento y
áspero, llena de fútil agresividad, incapaces de considerar las
vivencias humanas en su deslumbrante complejidad.
Las consecuencias de estos hechos se vieron rápidamente: ancianos,
padres con niños y quienes de una forma u otra aborrecen la violencia
desaparecieron de las siguientes manifestaciones, e incluso muchos de
ellos pudieron cuestionarse su postura, si su defensa implicaba
justificar semejantes actos. Su escasa capacidad de resistencia les hace
presa fácil de las provocaciones que a través de la policía o de los
medios de comunicación promueve la derecha. No respetar un gobierno
democrático no es, como el nuestro declara, estar en contra de sus
decisiones, manifestarlo y llevar a cabo cualquier acción que nuestro
ordenamiento jurídico permita (y permite todo, incluso manifestarse a la
puerta de una sede del PP, a excepción de la violencia). No respetar un
gobierno democrático es utilizar la violencia en su contra o en la
nuestra, desear que haya violencia para que haya una menor asistencia a
las manifestaciones, golpear salvajemente a mujeres inermes (quieren que
pensemos que si pegan a una mujer, ¿por qué no a un anciano o a un
niño?). Y quienquiera que lo haga, llámese como se llame, está
incrementando, intencionada o involuntariamente, las probabilidades del
fascismo, al situar la batalla en el terreno de la sinrazón, su terreno.
Quien prefiere la fuerza al argumento, la guerra a la paz, la
aristocracia institucional a la democracia civil, la propaganda a la
imparcialidad científica, no habla en nuestro nombre, Irene.