Llega un momento en la vida de todo columnista en el que no tiene la menor idea de lo que va a escribir en el artículo que tiene que entregar dentro de pocas horas. Yo diría que en estos casos el silencio representa la mejor opción. Sin embargo, el género que el columnista practica exige una cierta regularidad que forma parte del acuerdo al que el escritor ha llegado consigo mismo cuando se compromete a entrar en el juego de la escritura periódica. Esta demanda productiva siempre me pareció suficiente acicate como para sentarme a escribir. Se podría decir que encontrar un tema, desarrollarlo y entregar a tiempo el artículo es una cuestión de cojones.
Cuando lo pongo así, lo hago intentando una especie de ironía; pero como no estoy seguro de que la mueca que pongo al escribirlo llegue al lector, me explico. Entre la multitud de escritores con los que he hablado, el bloqueo, la falta de ideas, siempre se aparecen como una debilidad. Tanto del escritor como de su escritura. Nada más risible que un escritor bloqueado, perdido en un mar sin palabras, donde la duda es el salitre que corroe su barca y está a punto de hundirla. El bloqueo se considera una debilidad del escritor, que si piensa serlo, tiene que aceptar la dureza de su oficio con hombría y abrirse paso entre sus exigencias como los grandes cazadores blancos de otro tiempo.
Sí, tal y como la describo, la imaginación es un asunto de honor y de orgullo, algo para hombres de verdad: algo así como acudir al trabajo puntualmente todos los días, ganar dinero suficiente para mantener en la comodidad a la familia y tener tiempo para hacerse querer. Sospecho, sin embargo, que se trata de un error, por lo menos en lo que ocupa a los escritores. Pienso en Hemingway y su actitud de oficinista duro. Iba al despacho, escribía durante ocho horas y después se largaba a beber.
A veces pienso que deberíamos caer más a menudo en la debilidad de no llegar, dejarnos llevar por ella, admitirla y celebrar que no somos tan hombres, tan fuertes como quisiéramos que nos creyesen. Al decirlo así, sigo con el problema de la ironía de más arriba. Al leer lo que llevo escrito, me parece que abro demasiado el flanco a una interpretación demasiado amplia. No quiero juzgar a nadie que no sea escritor. Y la comparación, tópica y totalmente falta de imaginación, con cuestiones de sexo debe ser evitada. Lo que estoy diciendo, aunque utilice las palabras equivocadas, se refiere también a las escritoras. Todavía no conozco a ninguna que no sienta ese orgullo, esa violencia, y tome placer en ella, a la hora de escribir.
Quizá deberíamos aprender algo del poeta angloamericano W.H. Auden, que decía que el poema proviene precisamente de la debilidad. Así, el poema, la forma más intensa de la escritura es precisamente una demostración de flaqueza más que de fuerza. En ese sentido, el riesgo es absoluto; la posibilidad de incomprensión, máxima; el número de lectores, mínimo. Hace años (he perdido la referencia) leí a un comentarista de Auden que concordaba con el poeta en este asunto; incluso llegaba a afirmar que los poetas que van de fuertes, de guays, como decía Xepe Casanova, tienden a producir una poesía débil, terrosa, que se desmorona al primer contacto con una lectura intensa.
Octavio Paz dijo en varias ocasiones que cuando el poeta se sienta a escribir un poema, en realidad no tiene la menor idea de lo que va a decir. Para mí, esa es una demostración de debilidad. Explorar la debilidad, anidar en ella mientras se escribe, es el trabajo del poeta.
Los críticos de tiempos franquistas, y algunos anteriores, celebraban haber encontrado a un poeta viril, cuando lo encontraban. Ya sabemos lo que les ha pasado a sus poetas. Los hemos olvidado, sus poemas ya no nos dicen nada, carecen de la debilidad, que quizá debería llamar ya por su verdadero nombre, la sensibilidad, para alcanzarnos a través de los años y tocar esa fibra que los buenos lectores ofrecen a un texto.
Claro, pero esa debilidad germinadora ha de hacerse invisible para el lector: un poeta mientras escribe ha de ser como el profesor mientras da clase: mostrarse seguro de lo que hace a los demás porque si no confían en él no aprenderán nada. Aunque se esté cagando.
Y un apunte: imagino que incluyes entre los poetas franquistas también a los antifranquistas, cuya poesía social apenas vale hoy en día. Hay diferencias, no obstante: unos, los antifranquistas, se han perdido por su afán de oposición, por su itento de luchar con un arma sin pólvora. Los otros se quedaron porque simplemente (y salvo alguna excepción), no llevaban poesía dentro.
Comentado por Marcos el 21 de Abril de 2003 a las 03:46 PM