El entomólogo
Crónicas leves
[Marcos Taracido]
El terror
Hace diez años Roger Colom me leyó un fragmento de Blood Meridian, novela de Cormac McCarthy en el que los comanches atacan a una columna de caballería. Ahora, creando mentalmente esta columna, me acordé de él y se lo pedí, y Alfredo Bruñó me lo tradujo amablemente. Gracias.
Ya se podían ver a través el polvo y pintadas en la pelambre de los caballos las Vs invertidas y las manos y los soles nacientes y pájaros y peces de cualquier forma como la sombra de un trabajo antiguo a través del barniz en un lienzo y ahora también se oía por encima del trueno de las pezuñas sin herrar el pitido de las quenas, flautas fabricadas con huesos humanos, y algunos entre la compañía se habían puesto de pie sobre los estribos y otros comenzaban a arremolinarse de puro confundidos cuando por un lado de los caballos se levantó una horda fabulosa de lanceros y arqueros montados portando escudos adornados con trocitos de espejo roto que lanzaban un millar de soles despiezados contra los ojos de sus enemigos. Una legión de horribles, cientos en número, medio desnudos o vestidos en trajes áticos o bíblicos o disfrazados para un sueño de fiebre con las pieles de animales y galas de seda y piezas de uniforme todavía salpicadas con la sangre de sus dueños anteriores, guerreras de dragones vencidos, casacas de caballería con alamares y galones, uno con sombrero de copa y uno con paraguas y uno con medias blancas y un velo de novia con manchas de sangre y algunos con penachos de plumas de garza o cascos de cuero de los que sobresalían cuernos de toro o de búfalo y uno con un frac puesto del revés y por lo demás desnudo y uno con la armadura de un conquistador español, el peto y las hombreras abolladas por viejos lances de mazo y de sable hechos en otro país por hombres cuyos huesos ya eran polvo y muchos con las trenzas empalmadas con el pelo de otras bestias hasta llegar al suelo y las orejas y colas de sus caballos trabajadas con trozos de telas de colores brillantes y uno cuyo caballo tenía la cabeza enteramente pintada de rojo carmín y todas las caras de estos hombres chillonas y grotescas pintarrajeadas como una compañía de payasos montados, la risa de la muerte, laridando en una lengua bárbara y cabalgando sobre ellos como la horda de un infierno más horrible todavía que el país de azufre del juicio final, ululando y bramando y vestidos en humo como esos seres vaporosos de regiones más allá del sentido donde el ojo se desvía y el labio tiembla y babea.
Dios mío, dijo el sargento.
El terror es una ciénaga viscosa donde uno entra como a una mina y sale sin piernas, sin voz o sin conciencia. El terror, al contrario que el miedo, es un antibiótico, en el sentido literal de la palabra. El miedo es un temblor, una alarma que dispara todas las alertas de la supervivencia y genera una inquietud malsana, conservadora y vital. El terror anula, rompe, aísla: el terror es un desierto, una laguna donde el monstruo se ha tragado todo el agua. Por eso los gobiernos autocráticos usan el terror para apagar todo vestigio de vida, de protesta; las democracias, menos contundentes, usan el miedo. Por eso los guerreros practican el terror. Y los dioses.
El horror es otra cosa. El horror es la semilla crecida del terror. El horror es contemplativo. El terror se padece. El horror es ver a un hombre acallar con sus manos el volcán de sangre y tripas del vientre del amigo; el horror se escucha en el gemido rasgado de quien contempla sus piernas arrancadas de cuajo; el horror está en unos zapatos de niña en la autopista. Terror siente el desventrado, el que contempla sus piernas arrancadas de cuajo, el padre que agarraba el volante.
Usted habrá sentido el terror cuando, alejado quizás unos cien metros de la orilla, percibió de pronto el mar como una inmensidad extraña y oscura y entonces, como un rayo, una nube se instaló en el centro de su cráneo y una lluvia húmeda y pesada le caló todo el cuerpo y comenzó a nadar desesperadamente hacia la orilla, y aún en la arena, rodeado de gente, tardó en volver a pensar con claridad, como una resaca.
Otros que ya no pueden leer esto, habrán sentido el terror unos instantes antes de su muerte, al ver, por ejemplo, caer una granada en la trinchera, o una bomba de fuego lamiendo todos los espacios, o unos hombres armados como tantos otros, pero en cuyos ojos se perfila la voracidad del miedo, todo el dolor que, como magos, se sacarán de sus sombreros y sus entrepiernas y sus antebrazos.
Hay otros terrores menos decisivos, pero igual de extraños a la razón.
De niño, la finca de mis padres era extensa y estaba rodeada por un muro inmenso. Desde el portal de entrada hasta la casa había un camino, de unos cien metros. En medio, se conservaba el busto de una virgen esculpido en la piedra a la que antaño los lugareños rezaban los domingos. Yo, educado como ateo, pero rodeado de fieles por los cuatro costados, mostraba mi capacidad para la herejía llenando de balines el rostro de la virgen. Pero ella se vengaba. Yo jugaba al fútbol en un equipo del lugar y entrenábamos un par de días a la semana, al atardecer. Algunas tardes que se alargaba más la sesión, acabábamos de noche y volvía a casa en bicicleta. Al llegar al portal, comenzaba a sentir esa lluvia mojada en la cabeza, la marea irracional y alcohólica que sólo dejaba una idea en el cerebro: correr. Cerrado el portón a mis espaldas, montaba en la bici y pedaleaba con la desesperación del que es perseguido por una horda de diablos y al acercarme a la altura del santuario cerraba los ojos con una fuerza angustiada que no me abandonaba hasta pisar las primeras huellas de la luz de los faroles que iluminaban el porche de la casa.
Hoy, muchos años después, el terror me viene dejando en paz. No así el miedo o el horror. Sin embargo, a veces parece que intenta presentarse y recordarme que cualquier día puede mojarme de nuevo. Pasa cuando, casi siempre por las noches, al abrir una puerta, por ejemplo la del baño, durante unas milésimas de segundo espero encontrarme sentado en el váter alguno de mis fantasmas.
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