Insisto: mírense al espejo. No de un modo entomológico, pues encontrarían tal cantidad de microbios en sus poros reflejados sobre el cristal que lo diminuto no dejaría ver el todo, sino con pausa, intentando reconocer en esa imagen a la persona que habitualmente ocupan.
Esta semana aprendimos que hay una chica cuya vista se ha desconectado parcialmente de su cerebro; ella ve un árbol, pero el cerebro no le advierte de que es un árbol sino que reacciona como quién descubre algo por primera vez en su vida. Cada día se levanta y va a la universidad dirigida por un miniordenador con un mapa y conexión gps vía satélite, porque no reconoce el camino que recorre habitualmente. Imagino que cuando su madre le dé un beso al llegar a casa recordará la cálida sensación de los labios sobre su rostro, pero tendrá que aprender cada vez de quién es esa boca. A su padre, dice, lo recuerda por los ojos azules.
¿Es un espanto? Es un espanto porque está sola, porque sólo ella percibe así lo que la rodea, pero a poco que lograse distanciarse de su propio problema vería que en realidad entiende mejor el mundo que todos nosotros, que vemos un árbol y nuestro cerebro nos dice que es un árbol. Nosotros tenemos conectada la vista con el cerebro, pero vivimos permanentemente con la sensación de que hay fisuras, de que hay pequeños cortes en los cables que, a veces, nos desconectan unos instantes y nos dejan ver el otro lado del espejo. ¿Cuántas veces han mirado ustedes a su mujer, a su padre, y sólo los han reconocido por el profundo color verde de sus ojos? ¿Cuántas veces se han enfrentado al otro lado del espejo y no han podido determinar quién les devuelve la mirada, quien se anuda siempre la melena, quién es ese que se afeita como si lo hiciese todos los días de su vida? ¿Y cuántas han sentido al tocar un cabello o la epidermis irisada que duerme a su lado tantas veces que descubrían toda su belleza por primera vez?
Oliver Sacks describió en un libro a los habitantes de una isla de la Micronesia donde muchos de sus habitantes no percibían los colores (La isla de los ciegos al color, Anagrama, 1999) y veían todo con escalas del blanco, el negro y el gris. Recuerdo a John Ford y ese intento de colorear las películas en blanco y negro, acto sólo posible en una sociedad decadente y perversa. Hay días grises. Literalmente grises. Son días que acaban con una tormenta que parecía llegar a cada momento, pero que no llegaba. Entonces, la espesura del aire iguala los colores y los difumina, y allá donde mires pareces inmerso en una película de Chaplin o, si lo prefieren, de Passolini, dependediendo de lo cerca que se sientan ustedes de la realidad. Los colores se perciben, en el sentido etimológico de la palabra: nos apoderamos de ellos. Yo me apodero todos los días, y estoy feliz por ello, de toda la gama de verdes que me rodea; pero usted, castellano o andaluz o canario, no los tiene y está igualmente feliz, o al menos eso le deseo. Y usted, neoyorkino, madrileño, parisino, vive en blanco y negro sin saberlo: mire, por favor, por la ventana, mire desde el metro, mire al frente y a los lados y sólo verá una extensa capa de asfalto grisáceo horizontal y verticalmente, a lo sumo salpicada de colores virtuales, colores hechos de artificio. También los ciegos al color huyen de la luz como los albinos.
Uno nunca repite la misma mirada al espejo. Podemos vernos más viejos, más gordos, más contentos o más agrios: pero poseemos esa imagen, la hacemos nuestra y nos la creemos; pero nunca es cierta. Hay personas que se miran al espejo y se ven, por ejemplo, una pierna monstruosa; no, no es que esté más gorda, o un poco tuerta, es que es espeluznante y repelente hasta el punto de que necesitan que les sea amputada para poder llevar una vida normal: su percepción del propio cuerpo les hace preferir que les corten una pierna antes que vivir con su visión constante. Nosotros no llegamos a tanto, pero sí podemos sajarnos las orejas o las tetas y ponerlas de modo que al enfrentarnos al espejo nos resulten placenteras.
Hace poco a un hombre le transplantaron su mano defectuosa por la de un muerto. Cualquier mirada vería una mano, quizás con algunos matices de diferenciación con la otra, la propia, pero una mano con todo el aspecto que regala la normalidad. Sin embargo, él no veía en su mano adoptada la normalidad de su mano propia: veía unos dedos demasiado gruesos golpeando el teclado, veía unas uñas extrañas en su boca, veía a otro hombre tocando a su mujer. Tuvieron que amputársela.
¿Quién está enfermo? La percepción es un continuum cuyos límites cambian constantemente. La percepción es un espejo: a poco que se rasgue podemos asomarnos al lado de allá y como un destello nos apropiamos momentáneamente de su imagen. De nuestra imagen.