Siegfried Kracauer
La gente que hoy todavía tiene tiempo para el aburrimiento y que, sin embargo, no se aburre, es tan aburrida como la que nunca tiene tiempo para aburrirse. Porque su ser ha desaparecido —el ser cuya presencia, particularmente en un mundo tan ajetreado como éste, les obligaría por necesidad a divagar un poco, sin rumbo, de un lado para otro.
Pero claro, la mayoría de la gente no tiene demasiado tiempo para el ocio. Gastan toda su energía en ganarse la vida, y a penas les llega para sus necesidades básicas. Para que esta obligación resulte más o menos tolerable, se han inventado una ética del trabajo que aporta un velo moral a su ocupación, y al menos les da una cierta satisfacción moral. Sería exagerado afirmar que el orgullo de considerarse uno mismo como persona ética sirve para disipar cualquier tipo de aburrimiento. Y sin embargo, el aburrimiento vulgar de la monotonía cotidiana no es la cuestión que aquí nos ocupa, ya que ni mata a nadie ni tampoco despierta a nadie a una vida nueva, sino que meramente expresa una insatisfacción que desaparecería a la primera si surgiese un trabajo más cómodo que el que ya estaba sancionado moralmente. De todas maneras, la gente cuyas obligaciones le hacen bostezar de vez en cuando, puede que sea menos aburrida que la que hace su trabajo por vocación. Ésta, gente infeliz, se hunde cada vez más en el ajetreo mundano hasta que llega un momento en que no sabe ni donde tiene la cabeza, y el aburrimiento extraordinario de verdad, que podría servir para encontrar esa cabeza, a esa gente le queda lejos y para siempre.
Pero no hay nadie que carezca por completo de tiempo de ocio. La oficina no es santuario permanente, y los domingos son una institución. Así en principio, durante esas horas tan bonitas del tiempo libre, todo el mundo tendría la oportunidad de despertar al verdadero aburrimiento. Sin embargo, aunque uno no quiera hacer nada, las cosas se las hacen a uno: el mundo se ocupa de que uno no se encuentre a sí mismo. Y aunque a uno no le interese el mundo, el mundo ya está lo suficientemente interesado como para que uno no pueda encontrar la paz y la tranquilidad que hacen falta para llegar a estar completamente aburrido con el mundo tal y como el mundo, en última instancia, se merece que estemos.
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Por la tarde, uno pasea por la calle, lleno de una insatisfacción de que podría emanar la realización. Palabras iluminadas se deslizan de tejado en tejado, y uno ya se ve desterrado de su propio vacío y lanzado a ese anuncio tan ajeno. El cuerpo se planta en el asfalto, se enraíza y, junto con las más esclarecedoras revelaciones de los luminosos, el espíritu —que ha dejado de pertenecernos— deambula sin parar de una noche a otra. ¡Con que sólo se le permitiera desaparecer! Pero como un Pegaso haciendo cabriolas en los caballitos, ese espíritu está obligado a dar vueltas y vueltas y puede que nunca deje de alabar al cielo por la gloria de algún licor o los méritos del mejor cigarro. Existe una especie de magia, que espolea al espíritu de manera implacable por entre los miles y miles de bombillas, desde las que se constituye y se reconstituye en las frases más brillantes.
Caso de volver, el espíritu vuelve a partir para dejarse poner del revés de varias maneras en cualquier sala de cine. El espíritu se echa como un chino falso en un falso fumadero de opio, se convierte en perro entrenado para hacerle las gracias más ridículas e inteligentes a una diva de la pantalla, se acumula en tormenta entre álgidas cumbres de montaña y se convierte en artista de circo al mismo tiempo que en león. ¿Se puede resistir a esta metamorfosis? Los carteles se dejan caer sobre un espacio que al espíritu no le importaría dominar; lo arrastran hasta la gran pantalla, tan desierta como un palacio recién evacuado. Y en cuanto empiezan a salir las imágenes, una tras otra, en el mundo no existe otra cosa que su evanescencia. En el proceso, uno se olvida de sí mismo, el gran agujero negro se anima con la ilusión de una vida que no le pertenece a nadie y nos cansa a todos.
La radio, igualmente, vaporiza a los seres, incluso antes de que hayan interceptado cualquier onda. Como tanta gente se siente obligada a emitir, uno se encuentra en un estado permanente de receptividad (recepción y concepción, ya que en alemán existe esa ambigüedad), y por lo tanto uno constantemente preñado de Londres, la Torre Eiffel y Berlín. ¿Quién se puede resistir a la invitación de esos pequeños audífonos? Hay que ver como brillan en las casas y como se envuelven ellos solos en las cabezas; y en lugar de promover una conversación culta (que también puede ser un aburrimiento), uno se convierte en el juguete de todos esos ruidos del mundo que, sea cual sea su propio potencial objetivo para aburrir, ni siquiera admiten el modesto derecho de uno a su aburrimiento personal. Silenciosos y sin vida, nos acomodamos uno junto a otro como si nuestras almas vagaran por países lejanos. Pero esas almas no vagan según su libre albedrío; se dejan amedrentar por todos esos sabuesos de la noticia y pronto no habrá quien distinga entre presa y cazador. Incluso en el café, donde a uno le gustaría enroscarse como un puercoespín para tomar conciencia de su propia insignificancia, una imponente megafonía borra cualquier huella de la existencia privada. Los anuncios que escupe dominan los intermedios del concierto, y los camareros (que también están a la escucha) rechazan indignados cualquier insensata petición que se les pueda hacer de apagar de una vez por todas esa triste imitación gramofónica.
Así, mientras uno va soportando esa especie de destino antenil, los cinco continentes se acercan cada vez más. La verdad, no somos nosotros quienes nos extendemos hacia ellos; al contrario, son sus culturas las que se apropian de nosotros con su ilimitado imperialismo. Es como uno de esos sueños provocados por un estómago vacío: una pelotita rueda hacia ti desde muy lejos, se expande en un primer plano y luego pasa en vuelo rasante por encima de tu cabeza. No puedes detenerla ni huir, sino que te quedas ahí, como encadenado, como un muñeco indefenso que se ve arrastrado por el coloso en cuya presencia ha de morir. Escapar es imposible. Si el último embrollo con China se deja desembrollar, lo seguro es que uno verá acosado por un combate de boxeo venido de Norteamérica: Occidente permanece omnipresente, aunque uno se niegue a admitirlo. Cualquier evento geopolítico —y no sólo los de la actualidad, sino también los del pasado, cuyo amor a la vida no tiene vergüenza— tiene un único deseo: el de establecer una cita con nosotros donde sea que estemos, o que crea que estemos. Pero los dueños de todo no están. Se han ido de viaje y no se les puede localizar, ya que hace mucho que cedieron sus habitaciones vacías a la "fiesta sorpresa" que las ocupa, haciéndose pasar por esos dueños.
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Pero, ¿qué pasa si uno se deja ahuyentar? Entonces el aburrimiento se convierte en la única ocupación decente, es la que da esa especie de garantía de que uno mantiene, por decirlo así, el control sobre su propia existencia. Si uno no se aburriera nunca, uno probablemente tampoco estaría presente de verdad y sería un mero objeto del aburrimiento, como se dijo al principio. Uno se encendería, cual letrero luminoso, por todos los tejados, o se rebobinaría como un trozo de película cualquiera. Pero si uno está presente de verdad, a uno no le queda más que aburrirse con el bullicio abstracto y permanente que no le deja a uno existir, y, al mismo tiempo, conocerse como algo aburrido por existir en él.
En una tarde soleada cuando todo el mundo sale, lo mejor que uno puede hacer es pasear un rato por la estación, o incluso mejor todavía, quedarse en casa, echar las cortinas y rendirse al aburrimiento en el sofá. Envuelto en una especie de saudade, uno empieza a coquetear con ideas que incluso pueden llegar a parecer bastante respetables, y uno toma en consideración proyectos que, sin razón alguna, parecen hasta serios. Al final, uno se contenta con estar consigo mismo, sin saber que es lo que tendría que estar haciendo —enternecido por pura simpatía con el saltamontes de cristal que hay encima de la mesa y que no puede saltar porque está hecho de cristal, y por la tontería de un pequeño cactus al que no le parece rara la caprichosidad de su propia forma. Tan frívolo como esos objetos decorativos, uno alberga una especie de desasosiego sin objetivos, un ansia que se deja apartar, y un gran cansancio con lo que existe sin llegar, en realidad, a existir.
Sin embargo, si uno tiene la paciencia, esa clase de paciencia que pertenece al verdadero aburrimiento, entonces es cuando uno puede experimentar una especie de felicidad que casi parece de otro mundo. Aparece un paisaje por el que deambulan pavos reales de muchos colores, y las imágenes de personas con alma se empiezan a percibir. Y mira —tu propia alma empieza a crecer, y en ese éxtasis le pones nombre a lo que siempre te ha faltado: la gran pasión. Si esa pasión —que brilla como un cometa— descendiese, si te envolviera, los otros, y el mundo —nada, entonces el aburrimiento se acabaría, y todo lo que existe sería...
Pero la gente no son más que imágenes distantes, y la gran pasión se esfuma en el horizonte. Y en el aburrimiento que no cesa, uno incuba baratijas tan aburridas como esta.