El lector amable ya sabe que mi niña formula preguntas insospechadas en los momentos más inoportunos, y ya ha descubierto también que las contesto según me va el humor en aquellos momentos. Como cualquier otro niño y como cualquier otro padre. Nihil novum. Pero al sol del último domingo que estuvo conmigo afirmó algo ("No me gusta la guerra") y preguntó otra cosa ("Papá, ¿otro mundo es posible?") que quedaron, a mi pesar y al suyo, sin respuesta. No me extenderé en la afirmación, pues fue formulada con propiedad, y simplemente elegí esperar que la edad y mis reconvenciones le proporcionaran mayor amplitud de criterio para hablarle de la violencia legítima.
La pregunta, en cambio, me anonadó. No ya por su inocente formulación, como suele suceder, sino porque fue hecha tras preguntarme previamente (y yo contestarle con no bien disimulado embarazo) qué era la filosofía. Inmerso todavía en cavilaciones metafísicas, por tanto, me limité a lanzar un exabrupto y dar por finalizadas las lecciones del día de modo expeditivo. Pero su vocecilla insidiosa no ha dejado de acompañarme, así como la visión de la raída pegatina que lucía en su recién estrenado abrigo: "No a la guerra. Otro mundo es posible". No sé si fue su madre o la maestra, pero empiezo a pensar que existe una excesiva presencia femenina alrededor de Irene. Afortunadamente, mi mujer, sin esfuerzo aparente ni real, no se comporta en absoluto como tal con ella.
Que mi mujercita descrea de la maternidad innata, de las medicinas alternativas, la astrología, tarots, videncias, y otras suertes de teologías de lo cotidiano la convierte a mis ojos en un dechado de virtudes. Que yo haga de vez en cuando una primitiva no me incluye en la nómina de los herméticos, ya que del azar a la gnosis no hay camino: una cosa es que te pueda tocar la lotería y otra bien distinta que lo azaroso oculte el secreto designio de una deidad especializada en mediocres actos de caridad, a todas luces injustos.
El lector atento puede pensar que mi amor por las lenguas incomprensibles y los códigos secretos me equiparan a los seguidores del ocultismo. Que mi deleite en hipótesis escasamente verificables, en universos lógicos en donde sea imposible sumar dos más dos, en el psicoanálisis de la inteligencia artificial y otras zarandajas dignas de aparecer en la literatura de suplemento científico de cualquier periódico nacional o extranjero me inhabilita para la crítica. Me permitirá por ello el lector que le indique que la curiosidad y la temeridad intelectual de las que en ocasiones hago gala debe cernerse con el cedazo de la ironía: la sospecha que todo aquello que imaginamos sea verdad debe ser solidaria con la sospecha de que todo sea falso. Y a partir de ahí, investiguemos. Ahora bien, afirmar sin más que todo es real, que todo es posible significa afirmar que todo es cierto, y es cierto todo junto, tanto las flores de Bach como la teoría de la relatividad, los poderes psíquicos y las redes informáticas, la existencia de Dios y el sufrimiento humano. El otro mundo y el mundo presente. Y me niego. Si otro mundo es posible, todo podría ser posible. Todo podría resultar cierto, todo podría ser bueno: que mi hija sea mi hija y no sea mi hija, por ejemplo.
Sobre esa añoranza del caos primigenio anterior al big-bang, lector paciente, nosotros, como agentes sensibles y críticamente avisados hacemos una elección: hacemos que estalle. Y hacemos que sean buenas, posibles y ciertas sólo algunas cosas.
Otro mundo sólo es posible para autodidactas de lo oculto, que se evaden de la realidad con remedios caseros y cartas adivinatorias marcadas de antemano, que se licencian en populismo metafísico en ciertas universidades de la antiglobalización, pagadas por quienes de forma meditada, razonada y razonable para sus intereses propalan tales formas de antipensamiento: construyen otro mundo, y dejan el presente en manos del azar, cuando no del aznar.
Puede que otro mundo sea posible, mi niña, pero yo te quiero en este, en el que he deseado que existas, y lo has hecho.