Tengo una colección de fotografías anónimas que he ido recogiendo y comprando en mercadillos y rastros. He expuesto algunas, de extraordinaria belleza, para pequeño escándalo de fotógrafos y aficionados, como si esas fotografías, por ser anónimas, no fuesen fotografías, y como si por desconocerse el nombre del autor no las pudiese exhibir yo. Evidentemente, no las he firmado como mías; lo que he hecho es poner algo así en la tarjeta junto al marco: Foto anónima, de la colección de Alfredo Bruñó.
No voy a escribir sobre la mecánica o la psicología del coleccionismo, o de lo que resulta o no legítimo exponer. Lo que quiero es contar, quizá en realidad averiguar, por qué me atraen esas fotos, por qué me molesto en buscarlas, escogerlas, regatear el precio y luego guardarlas en una caja.
Una de mis favoritas muestra una avenida, la Gran Vía de Madrid, probablemente en los años treinta. Está tomada desde una ventana alta, al atardecer, claramente desde un ángulo incómodo para el fotógrafo. La acera más cercana a la cámara queda ennegrecida, la de enfrente se ve bien. Y se vería mejor si la foto no fuese tan pequeña, mide cuatro centímetros por seis. Llama la atención la luz que se desprende de las farolas y de los anuncios de las tiendas. El cielo no aparece totalmente oscuro. Todos los coches están parados menos uno, borroso por la velocidad junto a la mancha oscura de la acera de este lado.
Tengo otra, ligeramente menos pequeña, de una fábrica que mi humilde experiencia me conduce a clasificar como una cementera. Se ven los grandes silos donde estaría almacenado el producto, con cuatro grandes chimeneas, una especie de torre de control y otra chimenea, más pequeña, de la que sale una pluma de humo que tapa parcialmente la sección superior de la torre.
Esa es la primera foto anónima que expuse. Fue en una exposición sobre la modernidad y los efectos de la industrialización sobre nuestros paisajes, urbanos o no. Tal vez, parte del micro-escándalo que causó la foto no se debiera a que careciese de firma, sino a que se abstiene de comentar, positiva o negativamente el tema en cuestión (en la exposición se prefería el comentario negativo).
En la tercera y última foto que pienso describir aparece una mujer en lo que podría ser un barco fluvial, con el toldo, o un chiringuito de playa. La mujer lleva un vestido de tela clara estampada con unas flores pequeñas y unos pendientes con forma de margaritas. Su rostro, de perfil, regala cierta belleza, la nariz afilada y una sonrisa en el estilo de la Gioconda.
Pero, ¿por qué guardo estas fotos? ¿Por qué vuelvo a ellas de vez en cuando? Las miro, a veces selecciono un par y las tengo encima del escritorio durante unos días. Me gusta mirarlas pero no me gusta contarme historias acerca de la gente que aparece en la foto o de las circunstancias en las que ésta se tomó; tampoco me cuento historias sobre la gente que veo en estaciones o aeropuertos. Siempre me pareció un juego estúpido, que no enseña más que a juzgar a los demás por su apariencia, su porte. Es un juego para que el burgués no se aburra en el no-lugar de la sala de espera. Es como leer a Galdós, insoportable para mí, pero sin la gracia que algún fragmento suyo puede llegar a tener.
Todo esto viene de que, haciendo limpieza en mi despacho, encontré un recorte de periódico, una página de El Pais de Las Tentaciones, donde cuentan la aventura de Eric Kessels, un publicista holandés y coleccionista de fotos sin nombre, que un día encontró en un mercadillo un paquete que contenía más de seiscientas fotos de una misma mujer. Con ese material hizo un libro y una exposición. La idea, un poco facilona y sentimental, era ver si aparecía la mujer, o un familiar, a reclamar el material.
Xavi Sancho, el autor del artículo, dice de esas fotografías: "Es un documento anónimo de una época y una invitación a imaginar la vida de la gente a la que vemos cada día, de la que no sabemos ni su nombre." Sospecho que ese mal hábito viene de leer demasiadas novelas, el opio de las masas lectoras. Para curar ese hábito debería ser suficiente la lectura de El Quijote y de Madame Bovary.
Una lección de ambos libros es que si uno lee demasiadas novelas, si uno se deja llevar por esa clase de ensoñación, la misma que conduce a imaginar la vida de las personas que aparecen en las fotos, se le seca el cerebro. En el siglo diecisiete, la sequedad o falta de riego cerebral conduce a la locura; en el diecinueve, a una especie de infantilismo que se pudre en la insatisfacción personal y el adulterio. Flaubert hizo bien en matar a su protagonista y en describir el momento de la muerte con tanta exactitud.
Dicen que estas especulaciones sobre la vida de los demás emanan de nuestra, supuestamente, innata necesidad de encontrarle sentido a la vida, y que utilizamos la vida (imaginada) de otros para ensayar una búsqueda de significado en la nuestra. Quizá eso tenga algún valor. Pero me quejo porque la novela me parece un marco referencial insuficiente. ¿Puedo dar por sentado que el cine y la televisión ofrecen marcos de referencia aún menos sofisticados?
Dos ejemplos hay, sin embargo, que me llevan en otra dirección: los de Poe y de Baudelaire. Los dos entregan su entera atención a una persona encontrada en la calle, pero se abstienen, saludablemente, de contar lo que imaginan será la vida de esa persona. La curiosidad está ahí, pero en el presente o en el futuro, no en el pasado, y ese es un matiz importante, una ligera desviación de la perspectiva que lo cambia todo. No interpretan enseguida: observan, se entregan momentáneamente, olvidan. El proceso de la escritura es un proceso de olvido. Escriben como para no tener que volver a pensar en esa gente. La imaginación dura lo que el tiempo de observación, pero no hay invención de pasados. La fotografía anónima también entrega momentos así. Luego ya depende de cada quien si se desvía al pasado, contando una historia de esa persona (novela), o si uno se entrega a la pura nostalgia de lo que para uno no existe ni existirá (poesía), o si uno se quedará en la superficie y le dará la ley de la ventaja, lejos de un juicio moral, aunque no de un juicio estético (poesía, fotografía, pintura).
Poe, en "El hombre de la muchedumbre" cuenta cómo siguió a un hombre de apariencia extraña por las calles de Londres durante casi veinticuatro horas. Al final, llega a la siguiente conclusión: "Este viejo tiene el tipo y el genio del crimen profundo. Se rehúsa a estar solo. Es el hombre de la muchedumbre. Seguirlo sería en vano; porque no podré saber nada más de él, ni de sus actos. El peor corazón del mundo es un libro más craso que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las piedades de Dios que es lässt sich nicht lessen." Que no se deje leer.
Baudelaire, en "A une passante", va por una calle que aturde con el tránsito y cruza la mirada con una bella mujer vestida de luto. Al final del poema dice:
Car j’ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,
O toi que j’eusse aimée, ô toi qui le savais!
Lo que en la versión de Ignacio Caparrós es:
¡Pues donde voy no sabes, e ignoro a donde huiste,
Tú a quien yo hubiera amado, tú que lo comprendiste!
La foto anónima me ayuda a ejercitar esa no-lectura, esa nostalgia de lo que no será, es un ejercicio poético, estético, pero nunca novelesco, o sea, moral. No es juzgar, es aprender que no tiene caso juzgar, lo cual no tiene por qué ser un motivo de silencio.
quiero que me manden una foto de una leccion cerebral antes del miercoles (este miercoles porfavor..................
Comentado por marelis el 4 de Octubre de 2003 a las 06:57 PMquiero que me manden una foto de una leccion cerebral antes del miercoles (este miercoles porfavor..................
Comentado por marelis el 4 de Octubre de 2003 a las 06:57 PMquiero que me manden una foto de una leccion cerebral antes del miercoles (este miercoles porfavor..................
Comentado por marelis el 4 de Octubre de 2003 a las 06:57 PM