Revista poética Almacén

Las estaciones del día

Hilario Barrero

Otras presencias del autor en Almacén: Los Dibujantes, Artes poéticas, Los Poetas.



Este texto es un fragmento del diario que Hilario Barrero escribió durante el año 2001, en Nueva York, ciudad en la que vive desde hace 30 años. Magnífica prosa, deliciosa capacidad de observación, escasísima autocensura, valentía y agudeza crítica son algunas de las muchas virtudes de esta joya del ensayo autobiográfico.


ABRIL

Lunes, 2. Entre las horas que descontamos al reloj este fin de semana, lo grisáceo del cielo, las lluvias y esta oscuridad persistente en el aire, este lunes, 2 de abril, amanece pesado y difícil de respirar. Es este un largo invierno y hace tiempo que añoro las primeras flores amarillas, los tulipanes atrevidos, la hierba temprana y la luz de abril. Me dicen que en Toledo hace un tiempo luminoso y radiante. ¿A quién preguntaré si pronto ha de venir la primavera? ¿A los que caminan muy deprisa, sin tener adonde ir; los lentos que pisan dos veces su miseria, los agresivos, de mirada oscura; los que miran de reojo, los que revuelven en las papeleras y depósitos de basura buscando lo que no han perdido, los que van en sillas de ruedas, los que piden dinero, los silenciosos, los que no miran, los que llevan bolsas, paquetes, carros de la compra, los que van casi desnudos, jóvenes y viejos, todos sucios, oliendo a atarjea, a noche, a orines, a humo mal cocido y a desolación? Son fantasmas que pasan junto a nosotros y no reconocemos, sombras que oscurecen nuestro paso, derrotados, enfermos, casi muertos. Es una legión de voces sin sonido, mudos, con lengua sucia de alcohol, aliento a madriguera, toses amarillas, heridas con costras rojas llenas de sangre vieja y pus antiguo, esqueletos de paja. Escupen, gritan, se duermen en rincones prohibidos, en ascensores, en escaleras, en plataformas, en columpios de sueños imposibles, en camas de nieve, arropados con clavos, cristales en sus pies, lija en sus lenguas, tosen, cantan, gesticulan y se mean. Amenazados por la policía se esconden, se mueven dóciles, corderos tatuados con la rosa de la muerte; agresivos, borrachos o drogados, resignados o furiosos, con la pistola del alba en sus cinturas, acechantes, torpes y tristes. La navaja de la cicatriz en alza. Topos sin madriguera, lobos castrados, gatos desheredados, hienas de asilo, gallos capados en un amanecer de cristales, luciérnagas mojadas, gatean, se arrastran, aúllan, gritan, ladran y muerden. Están los que ríen, los que se mueren al atardecer, los que maldicen, los que se cagan, los que abren la boca y los que vomitan. Están los que no son. Están los que entre harapos, dientes partidos, bocas sucias, manos infectadas de estiércol, sexo habitado de gusanos e insectos, uñas como azadones, se besan torpemente, se abrazan sin sentido, como muñecos de trapo, se aman con inútil pretexto, en un rincón oscuro, apresuradamente, medio vestidos, tambaleantes, con gemidos de aluminio, fornican con movimientos medievales, danza de la muerte, semen dormido, vagina hueca, amor con virus, escalofrío de muerte, orgasmo mudo. Fornican en las ruinas de su propia madrugada con música de Bach. Y también están los que lloran. Pasamos juntos a ellos cada madrugada en la Penn Station de la luminosa, radiante, cosmopolita ciudad de Nueva York, pero ellos no nos ven. Por los altavoces una voz que sonríe avisa que el directo a Washington sale dentro de cinco minutos. Pulcros ejecutivos recién duchados, perfumados de Dolce & Gabbana, con corbatas de seda de Lord & Taylor, trajes de Armani, carteras de piel de Gucci, el último modelo de laptop se dirigen civilizadamente a la puerta número siete, mientras suena por todo el recinto, en las catacumbas, en los lavabos, en las salas de espera, en la cafetería, el concierto de Brandenburgo número 2 de Bach. Por las mañanas es tiempo de música barroca.

Alguien que de pie escribe en un cuaderno esperando el tren de las 6:35 de la mañana, deja de hacerlo por un momento y escucha la música. Una voz de alcohol fuerte y cascada se le acerca y le pide dinero. Tiene esta voz un sonido amargo, de arpillera borracha que le raspa la garganta. El que escribía cierra su cuaderno y huye, veloz, a coger el tren que se le va. No sabe con cuál de las dos músicas quedarse.


Martes, 3. "Durarán más allá de nuestro olvido; / no sabrán nunca que nos hemos ido". Decir lo mismo como si fuera dicho por primera vez y decir algo nuevo como si hubiera sido dicho antes muchas veces.


Miércoles, 4. Hace 30 años era de los de pelo largo, barbudo, pantalón vaquero descolorido de noches y lejía y fumando marihuana. Se sabe de memoria las canciones de Bob Dylan y Joan Baez, iba a Washington a manifestarse por la guerra del Vietnam, fue al primer Woodstock, hizo el amor en la madrugada en alguna playa solitaria con una joven de pelo largo, delgada, sucia y libre. Y fue joven y lleno de vida. Hoy, a mi lado en el tren, lleva el pelo largo todavía, pero totalmente blanco y pasado de moda, pantalón vaquero que palidece de un azul jadeante, camisa de franela a cuadros azules y negros, usa zapatos deportivos de lona y parece enfadado o tal vez cansado. Va leyendo, usa gafas y tiene ojeras. Posiblemente ya no recuerda parte de las canciones de Bob Dylan o confunde sus letras con las de Joan Baez, y ya no fuma ni bebe ni hace el amor. Todavía se conserva delgado. Su perfil es sobrio, arrugado y pálido. Cierra el libro que leía, mira al paisaje luminoso, saca unas llaves y se baja en la estación de Princeton. ¿Un profesor de sociología? ¿Un carpintero? No puedo distinguir ya que el uniforme que lleva es el mismo que llevaba hace treinta años. Tarde o temprano nos quitamos las corbatas y nos pusimos el mono. O nos cambiamos de chaqueta. Le dejo bajar a él primero y mientras se aleja me veo reflejado en su sombra y me doy cuenta de que llevo puesto el traje de profesor y en mi alma el mono de carpintero. De pronto un vendaval de recuerdos me dificulta subir la cuesta y evoco aquella madrugada de julio cuando en la playa amé a un cuerpo hermoso, el más hermoso de todo el verano.

Miro, a través de la ventana del tren, el paisaje todavía seco y árido de abril y pienso en aquellos domingos de guateques en mi ciudad milenaria y opresora que abandoné una tarde de octubre.

No hay límites con la mente, los hay con el corazón.

Los pactos no se hacen con el diablo, se hacen con la vida.


Viernes, 6. Ocupa casi todo el espacio del largo asiento del vagón. Va tumbado, acostado de espaldas, pantalón vaquero, un jacket de plástico azul y negro con capucha metida hasta taparle los ojos, lleva cruzados los brazos sobre su pecho, se ha puesto de almohada unos de los zapatos deportivos y duerme plácidamente. A su alrededor algunos usuarios están de pie. Se estira, cambia de postura y suelta un bufido de aire sucio, chisporroteándole entre sus labios un chorro de saliva, se tapa con la mano derecha los ojos y se lleva la izquierda entre las piernas donde se toca delicadamente la bragueta; algunos viajeros observan, a hurtadillas, una prominente y alargada curva. En el suelo, a la altura de su cintura, hay una bolsa de plástico abierta que enseña pequeños juguetes: llaveros, muñecas y cochecitos. Al lado una gorra blanca y un dinosaurio marrón y verdoso con la cara pegada a la base del asiento, muy cerca de la protuberancia del que duerme. Al frenar bruscamente el tren, el dinosaurio se mueve y su hocico choca con el bulto del joven. Por un momento casi se cae al suelo y al bambolearse parece que estuviera lamiéndoselo. La escena, a las 5:50 de la madrugada, tiene algo de irreal, cómica y grotesca, pero aparentemente nadie presta atención.

Me escribe Susana un e-mail y me da su opinión sobre un poema que le mandé. Me indica que el poema le interesa porque hay claves que ella, al conocerme, comprende mejor que otros lectores. Es un lujo tener a Susana como lectora, crítico y profesora. Pero sobre todo es un lujo tenerla como amiga.

El tren a Princeton Junction de pronto comienza a disminuir la velocidad y nos va enseñando el color y la vida del paisaje a cámara —ventana— lenta: se puede sentir las ramas secas tocando el cristal de la ventana del vagón, distinguir los dibujos en los visillos de algunas casas, casi oler el humo de una chimenea y ver como un hombre cierra la puerta de su casa.

Cobra el tren su velocidad habitual y el paisaje ahora es una película que corre a gran velocidad, una película borrosa en gris y en blanco.

Vamos a comer al Annex, un bar subterráneo, un poco agobiante, Margarita Navarro, Jorge Brioso, Celia Pérez-Ventura y yo. Celia nos cuenta cosas de su madre durante la guerra civil española de 1936 y nos dice que tenía que darle la vuelta una y otra vez cada temporada al único abrigo que tenía para que pareciera nuevo. También nos cuenta que vivía en Barcelona y que era una niña al comienzo de la guerra y que una vecina la llevó a un convento que habían abierto al público en el que vio en un sótano potros, máquinas de dolor, cilicios y cruces en forma de aspa. Margarita nos narra del tiempo del estraperlo y de las cartillas de racionamiento y dice que, como su padre era médico, no tuvieron ningún problema con la comida y que tenían una mujer en casa que les cosía y hacía la ropa para todos, incluidas las chicas del servicio. Jorge, que es cubano, comenta que lo que cuenta Celia le suena a Cuba. Yo no digo nada pero recuerdo una tarde de julio que mi madre nos ha contado muchas veces y que yo sé me de memoria. Yo supe de la guerra por mi madre.

Te recuerdo aquella tarde de julio en que habías estrenado un vestido que Trini y tus amigas te celebraban. Tenías 16 años, unos ojos luminosos y un pelo fuerte, negro, rizado. Te recuerdo subiendo la cuesta del Miradero, viniendo de la Vega. Corrían vientos negros, rumores, la gente comentaba y tenía miedo. Tú no entendías de guerras, pero tu juventud se quedó partida por el ruido de las balas. Aquella tarde era el 17 de julio del 1936. Comenzaba tu primera guerra que se llevaría por mucho tiempo tu alegría de vivir.
Te recuerdo la noche anterior, muerta de cansancio y de trabajo del día, ocho corazones a tu alrededor, tú en el suelo trazando con un lápiz en una hoja del ABC el contorno de mi pie derecho. Siento ahora mismo las cosquillas y al moverme oigo tu voz que dice: Venga, no te muevas. Al día siguiente te veo bajar del Galiano cargada de paquetes y nosotros esperándote en Zocodover alegres de que volvieras y deseosos de llegar a casa para ver lo que nos habías comprado en Madrid. La casa era una guerra de ruidos, de alegría, de felicidad. Yo era un niño feliz con sus zapatos (zapatos de Segarra) nuevos. Entonces yo no había descubierto que el tiempo gastaría esos zapatos y los llenaría de lluvia agujereando las suelas de soledad.
Y te recuerdo ahora que luchas con la guerra del tiempo y del recuerdo, rodeada de esos ocho corazones que se han multiplicado. Estás feliz, tu pelo ha perdido el esplendor del negro pero ha ganado en el gozoso gris de la experiencia. Has ganado la guerra y los únicos ruidos que escuchas son los latidos de esos corazones que son tantos que no sabes cuántos son. Te recuerdo ahora frágil como una flor de almendro temprano que tiembla al roce del rocío, como una nieve leve que se rompe con la caricia de sol, como una mariposa perdida en la tormenta con alas de seda y humo. Te recuerdo querida, mimada, protegida y rodeada de tu familia. Ahora que ya has ganado la guerra a la vejez y la guerra al tiempo celebramos todos un año más de tu vida. Quédate así para siempre, sonriendo, tus ojos como dos brillantes cansados de luz, llevándote la mano a las ondas de tu pelo que coquetamente te ahuecas, con el corazón encendido iluminándonos a todos, recitándonos versos de Campoamor, contándonos la historia de la joven que una tarde de verano subía la cuesta del Miradero con aquel vestido que tus amigas te celebraban. Quédate así, porque así te recordaremos para siempre en la fotografía de nuestra propia guerra.


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Comentarios

Leyendo estos fragmentos de los diarios me vienen a la memoria los aromas de la ciudad. Hablo de Madrid o Barcelona, es curioso que entre tanto hormigón y humanidad enlatada se rememore un pasado más lento, se recuerde otro paisaje más limpio o extenso, luz y agua clara. En el centro del paisaje: una mirada, una voz, su olor, su tacto ... de quien sea (madre, amigo, amante, perro o nube). Me recuerdo recordando, en Madrid o Barcelona, esas y otras cosas.

Hilario en New York las recuerda, e impregna con ese material las cosas cotidianas de una ciudad que intuyo enorme o múltiple, que dispersa la atención, miles de miradas, miles de personas, miles historias. Y gracias, supongo, al recuerdo de un ámbito querido y mínimo puede aislar un hecho, un amigo, una leve mueca de boca, y convertirlo en algo hermoso (único).

Me pregunto: ¿qué hay en la memoria de quien nace en una ciudad enorme?. ¿Arte y Cultura?. Prefiero el recuerdo de la luna atravesando la mirada de mi padre.

Estos y otros recuerdos son materiales preciosos para construir este edificio que intuyo en estos fragmentos de Diarios. Tambien hacía falta la Gran Ciudad que junto a la memoria de Hilario forman la cal y la arena, imprescindibles.

Con todo: ¿qué queda en la memoria de quien nace en una ciudad enorme? ¿Arte y Cultura?

Comentado por Cayetano el 3 de Marzo de 2003 a las 01:21 AM

Cayetano: En la memoria de quien nace en una ciudad enorme queda el recuerdo de la voz de Joan Sutheland o el azul desleído de un cuadro de Chagall , la imagen de Jacqueline Kennedy por la Quinta avenida y el olor de dos mil cuerpos achicharrados. Y queda también el olor al asfalto, la prisa, la angustia, la sensación de no llegar nunca o llegar tarde, el ruido de la muerte que te pisa los talones, el miedo del abismo... Pero no olvides que New York es una ciudad dentro de muchas ciudades y si te sales de la “Ciudad del arte y de la cultura” podrás entrar en otras ciudades donde existe la calma, la soledad, el olor a leña quemada, la sonrisa de un perro y el esplendor en la hierba. (Y lo verás tú pronto cuando vengas).
De todas las ciudades que conozco recuerdo los museos, las bibliotecas y las salas de conciertos, pero lo que me da una visión mas intima es el tono de una mujer en Lisboa llevando “chinelas” hablando con el conductor de un tranvía, es la lluvia en una calle de Montpellier un día de agosto, son las moscas alrededor de los caballos en el Parque de Maria Luisa en Sevilla, es ese hombre sin casa que te mira como un perro que huye...
Te agradezco mucho tus palabras y estoy contigo cuando dices que prefieres el recuerdo de la luna atravesando la mirada de tu padre.

Comentado por HB el 4 de Marzo de 2003 a las 06:40 AM

A mí lo que más me interesa de esta colaboración es como bajo la idea de escribir un diario, con todo lo morboso que puede tener saber de las intimidades de alguien a quien no conoces, es que el escritor está haciendo un ensayo de una sociedad y posiblemente de él mismo. Me gusta mucho esa letania de personajes con los que el autor se encuentra o conoce. ¿Saben si tiene publicado algún otro diario?

Comentado por markos el 5 de Marzo de 2003 a las 07:05 PM