Francisco Serradilla
Tuve una chaqueta de pana verde que me acompañó durante aquellos años de niebla y lluvias de granizo, a modo de uniforme con el que arrojarme a la calle húmeda, al tiempo azul de la esperanza y la concordia.
Mis mejores amigos, los asociales, fueron de aquel tiempo. La vida estaba constituida de pequeños arrebatos, de breves aventuras a través de las calles de la ciudad, con las guitarras, con los libros de poemas que algún día se editarían o se olvidarían en un cajón de un piso deshabitado. En esos días recorríamos interminablemente las mismas calles siempre diferentes, cantando las mismas canciones de tal modo que con las calles y las canciones llegamos a crear un hogar, un lugar no estrictamente espacial al que echaríamos de menos mucho más tarde, al darnos cuenta de que esas cosas no perduran porque el tiempo sólo a esa edad da para tanto.
En aquellos tiempos nadie necesitaba cualidades especiales para acceder a ese hogar metafísico: la sensibilidad era la puerta de entrada, el aburrimiento la de salida. No era calidad la de nuestros poemas, ni la de nuestras canciones. No era calidad la de nuestras conversaciones ni la de nuestras ideas: eso daba igual. Teníamos un hogar en las calles, en los bares y cines que más tarde desaparecerían, estábamos haciendo un hueco en el recuerdo de las generaciones.
Luego este hogar común se fue disgregando. En realidad muy pocos murieron, muy pocos se fueron, pero las cosas cambian, no pueden mantenerse permanentemente. Debe ser una ley de la naturaleza: hay que anotarla. Las cosas cambian, y la gente, la gente cambia. Las ilusiones se apagan, se transforman en otras ilusiones mucho más vulgares. Los pocos que mantienen las antiguas ilusiones naufragan aferrados a ellas en un mar de vulgaridad. Se hunden verticalmente en la nada.
Y es ahora, cuando tenemos más poder, cuando tenemos más capacidad, cuando sabemos lo que nos hace felices, es ahora que nos falta ese hogar, y nada puede hacerse por recuperarlo porque ya no somos quienes éramos.