Al aguerrido lector no se le oculta que estos breves relatos y pensamientos que le proporciono quincenalmente son, en realidad, cartas públicas, eso sí demoradas, para mi niña. La razón de su publicidad, aunque obvia para quien suscribe, puede que no lo sea tanto para ustedes: ya que Irene necesita un mediador para comprender la letra escrita, no deseo que éste sea, necesaria y únicamente, su madre. Si usted mismo se encuentra con ella un día por la calle, y su espíritu combativo le lleva a entablar conversación, ruégole le glose lo que su padre le escribe. Ella quedará confortada; yo, a los pies de usted.
Háblele sin recato de nuestra lengua secreta: sus ojos brillarán como la luna llena pasado el eclipse, aunque es más que probable que, de natural reservada y ante su madre, nada le diga, ni en ella, ni en la suya propia, ni en ninguna. Mencione a nuestra gata, cuyo nombre, Sol, sólo se entiende en nuestra habla inventada. A mi mujer no la mencione: sea usted atrevido, pero no temerario. Háblele de la cueva de la jota, de la barriguita de la o, de cuando pensó que el cajero automático daría más dinero por su gata que por una tarjeta de plástico, de cuando preguntó si era verdad que ya no quería a su madre... de todas esas pequeñas cosas que a usted, lector atribulado, le importan una mierda. No olvide, sin embargo, que lee cartas privadas, y en ellas tan sólo pretendo que mi destinataria, con quien tanto comparto en tan poco tiempo, se mantenga al corriente de mi situación y hacerla partícipe de mis sentimientos, con brevedad, abundancia de recursos expresivos, y tomando rasgos de la lengua vulgar o familiar.
La paradoja consiste en que, para que llegue a su destinataria real, me veo constreñido a hacerlo en forma de carta pública: por ello hago su contenido más general, aunque no omita los detalles íntimos al lector escogido. Tan sólo, pues, me queda un mayor cuidado en el estilo.
La carta abierta me tentó en ese enfermizo estado mental llamado juventud, cuando, dotado de convulsiones morales, políticas y sociales de las que ahora carezco, disparé a tirios y troyanos con cerbatana sin agujero. La opinión pública, con desacierto inopinado, no se sintió movida en la dirección de mis ideas, y de nada valieron ni la retórica ni el olimpismo. Otros, combinando el azar con el libre albedrío, tienen más suerte, y consiguen con una redacción escolar que no superaría el nivel de primaria en estilo y contenido, las primeras páginas de los periódicos, los laureles del César y el rapto de Europa.
Sus autores han confundido la carta abierta con la carta doctrinal, más bien un tratado en la preceptiva convertido en opúsculo en manos de sus redactores. Cumple los requisitos: destinado a un público amplio, pues no en vano ha sido publicado a ambos lados del atlántico, versa sobre cuestiones filosóficas o científicas. No lo duden ustedes, pues como ciencia, como verdad, se nos vende una concepción de la historia occidental eunuca y mentecata. Dicho escrito sólo se entiende como carta nuncupatoria con la que los escribas que la firman dedican su obra (¿su gobierno? ¿Su país?) al emperador, y contar así con su favor.
No de otro modo es posible entender afirmaciones carentes no ya de verdad, sino de verosimilitud, al punto que sólo el halago baste: “Gracias al valor, la generosidad y la visión de futuro de los Norteamericanos, Europa se libró de las dos formas de tiranía que han devastado nuestro continente en el siglo XX: el nacionalsocialismo y el comunismo.” Siendo generosos, eso no es cierto para cinco de los ocho países cuyos presidentes firman la carta: Portugal (Salazar, 1974), España (Franco, 1975), Hungría, Polonia y Chequia (Muro de Berlín, 1989). Me siento acuciado por la necesidad de sacarle un ojo a alguien con mi cerbatana sin agujero, pero la edad no perdona.
Si un día encuentra a mi niña por la calle, háblele, y cuéntele usted que su padre le escribe para ponerla al corriente de la situación, cuéntele que le habla de cómo le va y de cómo está el mundo.
Aunque... mejor no le diga nada.