Hay momentos en que la escasez de ideas es un problema. Huyen cuando las buscas. Pero también es cierto que acuden cuando las esquivas, y entonces el problema es otro: de perseguidor te conviertes en perseguido. Viene todo esto al saco, digo al caso, pues esta noche, amigos consumidores del colmado, en mi estante no hay ideas con las que alimentar la panza, ni acentos con los que aligerar el gaznate.
Para llevarse algo al zurrón, sale uno a dar una vuelta. Pero las vueltas suelen acabar donde empiezan, en casa de uno. Y si ese uno, al volver, sigue sin ideas, le parece como si hubiera cerrado un círculo de esos que los filósofos llaman vicioso, y la sensación de hartazgo y malhumor termina por paralizarle los miembros. Y toda esperanza de alcanzar una idea se le trueca en quimera. Pero no por ello debe ese uno —que no es otro que aquel que todo esto os escribe— dejar de intentarlo. Vayamos, pues, a dar una vuelta.
Las ciudades están mal hechas. A menudo dan la espalda a sus habitantes, y lejos de ser lugares donde vivir, se convierten en lugares de los que huir. Cada vez invitan menos al paseo. Mientras lo intento, me acuerdo de alguien —no recuerdo su nombre, pero su nombre ahora no importa— al que le leí una ingeniosa metáfora acerca del lenguaje y sus procesos evolutivos. Venía a decir que las lenguas, inicialmente, eran como los cascos viejos de las ciudades, asimétricas, con recodos, distribuidas al azar y sin planes previos. Pero a medida que la razón imponía sus dictados, las ciudades se fueron haciendo rectilíneas, simétricas y con amplias avenidas. Con el lenguaje ocurriría igual: a medida que la razón se ha ido haciendo más científica, y ha necesitado instrumentos de precisión para expresar sus hallazgos, ha tratado de forzar las palabras y colocarlas en formación, sabedora de la tendencia natural del lenguaje hacia la dispersión y el azar. Las palabras y las cosas terminarían así por asociarse en una especie de disidencia civilizada, conflicto latente o guerra fría, si se me permite la licencia. Licencia es un término apropiado para ser utilizado de ejemplo: de una vida licenciosa a una licencia de obras, pasando por las licencias literarias, va un buen trecho. Pero no por recorrer semejante techo dejamos que alguien se escandalice. El mundo sigue tan pancho. Como el gancho de Sancho en el ancho rancho, ¡válgame un cagancho!
El discurso se bifurca por ramales sin sentido. Escribo a medida que ando y ando a medida que escribo. Construyo la ciudad en mi paseo, y al mismo tiempo que escribo invento el lenguaje. La ciudad y el lenguaje me construyen a mí mismo. Mis huellas son cimientos de otras huellas, como mis palabras. Y tanto en el adoquín como en la página, en la pantalla como en el parque, se unen a otras. Sólo entonces, cuando la razón se hace cómplice, brotan en múltiples y mágicas combinaciones las cosas, y podemos llegar a decir sin cuidado que las cosas nos hablan. Y es entonces cuando las palabras, desde su íntima soledad, nos advierten que ellas también son cosas. Cosas que salen al encuentro de uno cuando decide dar un paseo.
¡Buen año a todos!