Irene es una roussoniana. No sé si ello tiene que ver con la inocencia o con la inmadurez, seguramente con las dos. Puede que lo haya aprendido de su madre, que lo es por obediencia debida a una profesión que presupone la posibilidad de curarnos de la locura, corruptora de la bondad, aunque sus hechos y los de todos nosotros lo desmientan obstinadamente. El vicio nefando de orgullo, intelectual y moral, es todavía ajeno a mi pequeña, por lo cual espero que, inmoral desde el punto de vista hegeliano, es decir, no consciente todavía de la maldad puesto que aún no es capaz de juicios morales, finalmente reconozca el error de su madre accediendo a la comprensión de la naturaleza humana. Mi mujer lo intenta de formas ciertamente bruscas. Mis métodos, más sutiles, puede que sean menos efectivos, pero continuo inasequible al desaliento. Mi último intento ha discurrido por derroteros narrativos, más digeribles, y, en ocasiones, los únicos inteligibles para una criatura que no ha trascendido sino incipientemente el umbral de la oralidad.
Que mi niña sea incapaz de ver el mal inherente al ser humano tampoco es tan grave desde el punto de vista social: otros muchos la preceden, ilustres o eruditos creyentes en toda suerte de edades doradas y paraísos perdidos. El mismo Kant proclamaba que Rousseau le había enderezado y, efectivamente, sólo la dignidad de la naturaleza humana es el fundamento del respeto universal. De momento, Irene cree que todo ser humano posee tal dignidad, hasta el punto de imponer cambios en sus cuentos infantiles.
Días atrás una de mis alumnas (gracias, Júlia) me narró un cuento infantil tradicional, que había pasado de madres a hijas en su familia, y que, al parecer, nunca había sido publicado. Aún siendo de estructura narrativa filiable, con topoi sin duda reconocibles para quienes instruimos a nuestros hijos cada noche (cada noche que la tengo conmigo), Irene, sin embargo, le encontró un problema, a la postre insalvable. El malo era un hombre.
Dicho humano reclama la propiedad de una gallinita que se ha comido su garbanzo. Incidente en apariencia nimio, pero de consecuencias trágicas cuando la sociedad (obviamente representada por una mujer) acepta desprenderse de su gallinita como resarcimiento (¿justo?) por la pérdida de la legumbre. La secuencia se repite, ora con un cerdo, ora con un toro, hasta llegar a la niña enferma que se comió el hígado del toro. Un tanto gore, sin duda, pero el conocimiento de las necesidades humanas también debe formar parte de la educación de mi hija. El hombre reclama y obtiene la propiedad de la niña, que más tarde recupera su libertad al ser reconocida por un familiar, que la sustituye en el saco (sí, es el hombre del saco!) por cántaros de vino que manchan al inicuo individuo que, cuando intenta lavarse en el río, cae por el peso del saco y se ahoga.
Para mi inocente e inmoral hija la maldad sólo puede residir en el lobo feroz. Con tal fuerza y convicción ha defendido su teoría que he prometido, contra mi criterio, que durante estas navidades escribiremos el cuento, con lobo, y lo dibujaremos. No es el reconocimiento de la derrota, sino la responsabilidad inherente al hecho de haberle contado la caperucita de los hermanos Grimm y no la de Perrault: he sido demasiado blando con ella. Debí enseñarle que la chiquilla mentecata moría en las fauces del lobo sin más, por su mala cabeza, y no que sobrevivía auxiliada por el cazador, el hombre bueno. Reconozco, pues, que también a mí debe su candidez, y espero impaciente el momento de leerle a Voltaire, cum glossa.
Visto pues que la narrativa oral propedéutica es manejada mejor por mi hija que por mí, he resuelto volver al terreno de lo escrito, de la teoría, y he empezado a elaborar un diccionario filosófico de uso para mi infante. Les transcribo las dos primeras entradas:
Lobo: Animal conocido, que no se tiene en casa por la particular enemistad que tiene con las niñas, de tal manera que las mata. E.g. El lobo se comió a caperucita.
Hombre: Animal conocido, que se tiene en casa por la particular enemistad que tiene con las niñas, de tal manera que las mata. E. g. Aznar ha visitado Galicia, a los treinta y un días de la tragedia del Prestige.