San Agustín escribe en sus Confesiones refiriéndose a San Ambrosio:
Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas. A menudo me hacía yo presente donde él leía, pues el acceso a él no estaba vedado ni era costumbre avisarle la llegada de los visitantes. Yo permanecía largo rato sentado y en silencio: pues, ¿quién se atrevería a interrumpir la lectura de un hombre tan ocupado para echarle encima un peso más? Y después me retiraba, pensando que para él era precioso ese tiempo dedicado al cultivo de su espíritu lejos del barullo de los negocios ajenos y que no le gustaría ser distraído de su lectura a otras cosas. Y acaso también para evitar el apuro de tener que explicar a algún oyente atento y suspenso, si leía en alta voz, algún punto especialmente oscuro, teniendo así que discutir sobre cuestiones difíciles; con eso restaría tiempo al examen de las cuestiones que quería estudiar. Otra razón tenía además para leer en silencio: que fácilmente se le apagaba la voz. Mas cualquiera que haya sido su razón para leer en silencio, buena tenía que ser en un hombre como él.Este pasaje es una joya de la cultura, uno de esos momentos mágicos en los que asistimos a una revelación: la lectura se hacía siempre en voz alta y sólo extrañas razones podían llevar a alguien a pensar el texto prescindiendo de su tacto sonoro. Y no es hasta bien entrado el siglo X que la lectura silenciosa se generaliza en occidente. La confesión de San Agustín nos ilumina: observa al santo con la pasión de un entomólogo desmenuzando cada nuevo movimiento del ser que tanto ansía conocer; sabe que lee, pero sus labios permanecen sellados. Su sorpresa, su descubrimiento, forma parte de la antología de momentos que por no poder ser repetidos —pues su propia iluminación apaga la posibilidad de reencontrarlos— se incrustan en la corteza del cerebro y ya nunca se diluyen. El de Hipona sorprende a otro en la lectura sin voz y se sorprende por ello, pero el gallego Jacinto Villalobos le escribe al poeta colombiano Hernando Domínguez Camargo (c. 1700):
Note, amigo Camargo, que aunque ya escribo, como viene sabiendo, algunos versos, no ha mucho que estoy en esto de las letras, que no fue sino con los libros del sobrino del maestrazgo y con las cartas de voacé que aprendí a leer y a escrebir no ha más de 2 años. Y vengo estos últimos días de no dar descanso al asombro por algo que me acaeció leyendo una carta de vuecencia. Es el caso que tenía leídas las más de las hojas cuando sin dar crédito noté que estaba entendiendo las letras todas sin escucharlas de mi propia voz, pero que otra voz sí la escuchaba dentro de mi cabeza leyendo las letras, que era voz mía, pero sin cuerpo ni sonido. En acabando la carta cogí otros libros, y los poemas de Garcilaso y algunos de mi paisano Francisco de Trillo y Figueroa y todos los leí dentro de la cabeza, con los labios cerrados como presa de molino. Y aunque ahora ya sé que son muchos notables los que así leen y han leído siempre, tengo para mí como maravilla que este humilde aprendiz de poeta leer cerrando al boca y abriendo el cogote.Jacinto Villalobos ya no pudo encontrar jamás ese momento en que descubrió que podía leer en silencio, igual que Roon Grebelek tampoco sentiría más esa emoción nerviosa y cósmica que le cubrió el cuerpo cuando encontró el Tractatus mirabilia del Fisiólogo. Sin embargo tenemos suerte: todos gozamos de esas pequeñas grandes explosiones que revientan en nuestro cerebro y se expanden, y que aunque pasan a habitarnos nunca vuelven a activarse más que en nuestro recuerdo*:
Sólo una vez su cuerpo suave y sin mis huellas. Solo una vez ET sobre mis lágrimas. Sólo sus versos una vez como una gota helada sobre el fuego. Sólo su Requiem en voces elevadas una vez sólo en mis oídos; y claro, sólo un vez ese momento millones de veces repetido en las matrices, pero sólo una su cabeza que emerge y la sonrisa.
*Perdón por lo que sigue, pero hay algunas cosas que sólo no le suenan ridículas al que las escribe si lo hace de determinado modo; insisto: al que las escribe.