Meirande
En estos aciagos días en los que los nacionalismos se exacerban (llámense vascos, llámense españoles, chechenos, judíos, musulmanes, etc., a los que, por sus actitudes, no considero igualmente dañinos), en que las palabras se afilan, las voces se crispan, las banderas se agrandan para hacerlas más visibles, más opresoras, me acordé de un magistral —para mí, claro— capítulo de "Los cuadernos de D. Rigoberto" de Vargas Llosa. Y que conste que Vargas Llosa, al que leo y admiro como escritor, no es santo de mi devoción en cuanto a, por ejemplo, su liberalismo a ultranza. El capítulo se titula "Ni caballito de Totora ni torito de Pucará" y es, como casi toda la novela, desternillante. Si no lo han leído, léanlo, por favor. Y ojalá lo leyesen los señores Arzalluz y Aznar, entre otros, aunque me da la impresión de que su sentido del humor acaba en donde empieza su patrioterismo, sus ansias de poder absoluto -todo lo camuflado que puedan- sobre una parte más o menos importante de la población.
Se podrá pensar que algo tan serio como la que está cayendo con relación a los nacionalismos no puede tomarse a broma. Pero quizá sólo de esa manera se les puede hacer ver lo ridículo, lo absurdo, lo peligroso, lo trágico de sus ¿convicciones?
En ese capítulo, como en toda la novela, el sentido del humor brota en cada frase. Pero entre broma y broma dice cosas como:
«y es capaz de madrugar y esperar horas y horas para no perderse un buen sitio en el Campo de Marte en el desfile de los soldados los días de las efemérides, espectáculo que le suscita apreciaciones en las que chisporrotean las palabras marcial, patriótico y viril, Señor, Señora: en usted hay agazapada una fiera rabiosa que constituye un peligro para la humanidad". O, "En verdad, detrás de sus arengas y oriflamas en exaltación de ese pedazo de geografía mancillada por hitos y demarcaciones arbitrarias, en las que usted ve personificada una forma superior de la historia y de la metafísica social, no hay otra cosa que el astuto aggiornamiento del antiquísimo miedo primitivo a independizarse de la tribu, a dejar de ser masa, parte, y convertirse en individuo ..»
Después de un despiadado ataque a la artesanía en relación al artista individual, muy discutible, acaba:
«Sépalo de una vez por todas y horrorícese: la única patria que reverencio es la cama que holla mi esposa, Lucrecia (Tu luz, alta señora/Venza esta ciega y triste noche mía, fray Luis de León dixit) y, su cuerpo soberbio la única bandera o enseña patria capaz de arrastrarme a los más temerarios combates, y el único himno que me conturba hasta el sollozo son los ruídos que esa carne amada emite, su voz, su risa, su llanto, sus suspìros, y, por supuesto (tápese los oídos y la nariz) sus hipos, eructos, pedos y estornudos. ¿Puedo o no puedo ser considerado un verdadero patriota, a mi manera?»
Repito, si no lo han leído, léanlo. Pienso que vale la pena.
NACIONALISMO : MITOS Y REALIDAD
Lo terrible de la cabeza de Medusa, la más temible de las Gorgonas, eran sus inmensos y fijos ojos: con ellos petrificaba a quien la mirase. O se arranca de un tajo la cabeza, como hiciera Perseo e inmortalizara Cellini para gloria de la loggia florentina, o se padece la pétrea congelación de esa mirada. Quienes han contemplado el rostro del nacionalismo están condenados a ser piedras atravesadas en la historia de los pueblos.
También puede echarse mano de otro mito: es el nacionalismo la Bella Durmiente que, una vez despertada por el beso romántico del siglo xix, llega a transformarse en el incontrolable monstruo del Dr. Frankenstein.
Estado y nación
La solución más boba y manida para salir de aprietos es acudir al cómodo recurso del doble registro: hay un nacionalismo bueno, y otro, malo. Ejemplos, no menos tontos y usados: buenos son los nacionalismos africanos, asiáticos, latinoamericanos, y malo, malísimo, es el nacionalismo alemán o el japonés. O el norteamericano, que recibe el feo nombre de imperialismo. Ojalá el mundo fuera tan simple como quieren siempre los maniqueos. De cerca, las cosas se complican.
Primero fue el Estado; luego la nación. Y de ahí el monstruo: naciones-estado. El Estado, lo más antiguo, es el marco legal que permite una vida social comunitaria, sin importar, en principio, la nacionalidad de sus ciudadanos. Roma fue un Estado, nunca una nación; al contrario, los cives romani procedían de muchas y diversas regiones o gentes o naciones. Cuando una nación predomina y busca la exclusiva, en vez de un simple Estado, surge el híbrido: Estado-Nación; en vez de ser un instrumento legal, pasa a ser una máquina nacional. Fue el romanticismo el culpable: enamorado de las diferencias y obsesionado con la naturaleza, exalta la nación como el origen común e intransferible de un grupo humano. El Estado fue conquistado por la nación y el nacionalismo es el sentimiento resultante, la ideología encubridora, la venta del producto.
Pero la contradicción Estado-Nación subsiste. Paradigma: la Revolución Francesa que, por un lado, exalta los derechos del hombre, que se supone universales y, por otro, la soberanía nacional, que no pasa de ser una reclamación particular y aun reducida a un solo país. Con ello, o bien los derechos humanos tropiezan con la multitud de soberanías que habrían de propiciarse, o bien se convierten y diluyen en simples derechos nacionales. Por algo, habla Hannah Arendt de la «perversión del Estado» por haber llegado a ser simple instrumento de la nación. Quizá todos los integrantes del Estado sean ciudadanos, pero sólo unos serán nacionales, esto es, ciudadanos de primera por serlo de «nación», por nacimiento. Los otros, si acaso, naturalizados, son ciudadanos de segunda. Esa es la perversión. Lo natural, lo fáctico, el azar predomina sobre lo legal, lo estatuido, lo necesario. Por lo mismo, en esa inversión de valores, los nazis fueron consecuentes y llegaron hasta la esquizofrenia constitucional al distinguir nítidamente entre Staatsfremde y Volksfremde, pues no era lo mismo ni valoraban igual ser extranjero por pertenecer a otro estado que serlo por formar parte de otro pueblo o nación. Ambos eran extranjeros, pero, en adelanto orwelliano, los segundos lo eran más: caso de los judíos, que aunque fueran ciudadanos (de hecho y de derecho, pertenecían al Staat alemán), en realidad eran totalmente extraños por pertenecer a otro pueblo o nación (Volk) y no al sagrado pueblo alemán. «En realidad» lo explica todo: no basta con las apariencias, sino que, armados de alguna clave (sangre, raza, clase), hay que penetrar en el fondo de los fenómenos, en la «realidad». Ese fue el truco metodológico de las doctrinas románticas y el combustible que animó al nacionalismo rampante, no sólo durante el xix.
Ambigüedad y contradicciones
Lo más divertido del nacionalismo es su permanente ambigüedad, además de aquella pobre dualidad entre lo bueno y lo malo, se presenta la confusión entre nacionalismo y religión. Se ha dicho que no es casualidad que apareciera el nacionalismo justo cuando la religión declina y hasta se pretende que aquél es tan sólo el sucedáneo de ésta, la forma moderna de ser religioso. De modo tal que el nacionalismo sería complemento de la religión. En vez de adorar y servir a Dios, se quema incienso en el altar de la Nación. Explicación de la erección de Panteones y otros sagrados monumentos nacionales. Por algo los religiosos fundamentalistas y fanáticos judíos de Mea Shearim abominan del Estado de Israel: ven en los nacionalistas israelíes su peor competidor (además de unos blasfemos) al pretender remplazar un culto con otro, no menos trascendente. Sólo que, de nuevo, las cosas no son tan simples. Ahí están los mahometanos para probar que, más que complemento, el nacionalismo es potenciador de la religión. Además, eso de que la religión ha declinado es desgraciadamente otro mito racionalista del siglo pasado. También aseguraron que las naciones se disolverían para que surgiera el internacionalismo fraternal. Hay más religión que nunca (de todas: de la «verdadera» y de las otras) y un nacionalismo tan fuerte como en la época de Bismarck o Garibaldi. Sólo que más extendido: ahora cualquier etnia tiene su banderita y un sitio en la ONU. Tal es su otra cara ambigua: muerte y transfiguración. En lugar de disminuir, como ingenuamente creyeron los apóstoles internacionalistas (entre los cuales, los más ingenuos, los marxistas), ha rebrotado con más fuerza. De ahí sus permanentes y aun jocosas contradicciones.
Se supone que debe existir el sentimiento nacional búlgaro, lo que no ha impedido que su himno «nacional» contuviera esta emotiva estrofa: «Gloria al gran sol de Lenin y Stalin que, con sus rayos, ilumina nuestro camino». Ghana, antes de llamarse nacionalistamente Ghana, era una colonia británica conocida como Costa de Oro; para un vibrante sentimiento nacional, tal nombre resultaba inadmisible y se inventaron lo de Ghana que, al parecer, designaba en el pasado a un mítico imperio africano, del que se sabe muy poco, pero lo que se sabe es que no contenía entre sus fronteras a la Costa de Oro. Qué más da. También deben existir ardorosos nacionalistas pakistanos, que idolatren a su nación, Pakistán. Quizá sepan (o aún no se lo han dicho) que ese nombre (Pakistán) fue inventado por un estudiante de Cambridge, a partir de las iniciales de las provincias musulmanes de la India. Puestos a inventar nuevos nombres en beneficio de nuevas nacionalidades, nadie como aquel Dr. Sukarno de Indonesia, que se empeñó en crear una nueva nación, formada por otras tres (Indonesia, Malasia y Filipinas), por lo que, en un alarde de calenturienta imaginación, propuso llamarla «Mafilindo», como quien te pone nombre a una quinta en recuerdo de tres hijas. Claro que, si a ver vamos, hay ciertos nombres americanos nada lucidos: los Estados Unidos (que no es nombre propio ni unívoco) solucionaron el problema cortando por el medio: se cogieron el nombre de todo el Continente. Debe ser por eso por lo que a los pobres argentinos les dejaron sin un sustantivo que los represente. Semejantes absurdos no son exclusivos ni del pasado siglo ni del Tercer Mundo; no estará de más recordar que si el nacionalismo inglés (inglés, de lengua y cultura inglesa, no sólo de país) se alimenta orgullosamente del culto a la gran figura de Shakespeare, el primer poeta nacional, el bardo de Avon, etc., etc., ello se debe a los eruditos alemanes que, en el xviii, para combatir al clasicismo francés (Racine y compañía), lo elevaron a ese pedestal del que aún no ha bajado.
Las contradicciones se dan en todos los terrenos. El más minado es aquel que aspira a definir y precisar el concepto de «nación». Porque si, como algunos simples creen, la lengua fuera el criterio, hace muchos siglos que no debería existir Suiza ni, contemporáneamente, la India. Desde luego, que aquello de que la nación está formada por los nacionales, entendiendo por tales los nacidos en el mismo territorio, hace tiempo que dejó de ser cierto. Que se lo pregunten a los hijos de tunecinos o argelinos nacidos en Francia o a los de los Arbeitgüster o inmigrantes, nacidos en Alemania o en Suiza. Si una mujer turca da a luz en Düsseldorf, ese niño no será necesariamente alemán, como parecería exigir el credo nacionalista original, sino que sigue siendo un extranjero, un Volksfremde, pues el nazismo dejó bien sembrada su semilla, el huevo de la serpiente, y no sólo en suelo alemán.
Triunfo y fracaso
Puestos a tomar las cosas con un poco de humor, no hay la menor duda de que el capitulo más hilarante del nacionalismo lo proporciona el marxismo. ¡Pobre marxismo! La verdad es que habiendo fracasado en tantos terrenos, no debería extrañar que uno de sus primeros y más sonados fracasos fuera el que le suministrara el nacionalismo; recuerda aquella fábula de las dos jarras, la de hierro y la de barro; por supuesto, el hierro es siempre nacionalista.
Primero dijeron los marxistas que eso del nacionalismo era un producto burgués y, como tal, condenado a desaparecer en la sociedad socialista. Menos mal que no fue así; de lo contrario, difícilmente hubiera podido la Unión Soviética ganarles la guerra a los alemanes: lo hicieron en nombre de la Santa Rusia. Pero cuando las cosas se complicaron de veras fue al surgir las nuevas naciones tercermundistas: ¿manifestación simplemente burguesa? Entonces comenzó ese juego de billar a cuatro bandas, con lo de que hay buenos y malos nacionalismos, según que propugnen o no la revolución o según como sean sus relaciones con la Unión Soviética (o con China o con Cuba, dependiendo). Para no hablar de la inmensa contradicción que encierra el Imperio ruso, unificado y centralizador, y la multitud de nacionalidades más o menos permitidas en su interior, no todas felices de pertenecer «voluntariamente» al Leviatán. Y es que era inevitable el choque: el marxismo es una teoría que explica la historia mediante un corte vertical (los de arriba frente a los de abajo: explotadores y explotados), mientras que el nacionalismo siempre lo hace horizontalmente (pluralidades humanas enfrentadas). El hecho indisputable es que en semejante pugna ha triunfado plenamente el nacionalismo: en un siglo largo ha creado multitud de nuevos estados y alimentado el fuego de los viejos, pero el marxismo ha fracasado por completo al no lograr destruir (como prometiera) al menos un solo Estado.
Pro y contra
Todo eso está muy bien, pero la gente quiere definiciones personales: ¿a favor o en contra del nacionalismo? Si es usted marxista puro, de la vieja escuela, tiene que estar en contra y echar mano de todos los apolillados slogans internacionalistas; si, por el contrario, piensa tercermundistamente, a lo Fanon, a lo Che Guevara, abrazará cualquier nacionalismo con tal, eso sí, de que apunte en la dirección del imperialismo que a usted le convenga, es decir, que más deteste. Si es anti-norteamericano, apoyará al nacionalismo nicaragüense y aun al libio o al angoleño, pero si es anti-soviético, aplaudirá al nacionalismo afgano o al chadiano o al de los vietnamitas. Nadie puede quejarse: hay para todos los gustos. ¿Y el de andar por casa, el nacionalismo propio, el que se supone que le corresponde tener a cada quisque? Ahí la respuesta es matizada.
Una mínima y clásica lección sociológica enseña que la condición de «ser humano» no es innata sino adquirida y modificable; es aquello de los niños-lobo, dejados en la selva: ni hablan ni pueden adoptar la posición erecta; son prácticamente animales. Para adquirir y perfeccionar la condición «humana», es decir, civilizada, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes, es menester convivir socialmente y formarse culturalmente, y si tal se hace con los grandes conglomerados humanos, mejor: más civilizados estarán siempre los habitantes de la gran metrópoli que los del villorrio o aldea. Lección vieja desde Aristóteles. Cuanto más internacional, más abierto, más cosmopolita, más humano será el hombre; el nacionalismo es siempre recurso provinciano, de angostura y encogimiento. Pero hay que comprenderlo: quienes no tienen otra cosa de la que agarrarse, echan mano de eso, de su exaltado, insultante y agresivo nacionalismo.
NACIONALISMO : MITOS Y REALIDAD
Lo terrible de la cabeza de Medusa, la más temible de las Gorgonas, eran sus inmensos y fijos ojos: con ellos petrificaba a quien la mirase. O se arranca de un tajo la cabeza, como hiciera Perseo e inmortalizara Cellini para gloria de la loggia florentina, o se padece la pétrea congelación de esa mirada. Quienes han contemplado el rostro del nacionalismo están condenados a ser piedras atravesadas en la historia de los pueblos.
También puede echarse mano de otro mito: es el nacionalismo la Bella Durmiente que, una vez despertada por el beso romántico del siglo xix, llega a transformarse en el incontrolable monstruo del Dr. Frankenstein.
Estado y nación
La solución más boba y manida para salir de aprietos es acudir al cómodo recurso del doble registro: hay un nacionalismo bueno, y otro, malo. Ejemplos, no menos tontos y usados: buenos son los nacionalismos africanos, asiáticos, latinoamericanos, y malo, malísimo, es el nacionalismo alemán o el japonés. O el norteamericano, que recibe el feo nombre de imperialismo. Ojalá el mundo fuera tan simple como quieren siempre los maniqueos. De cerca, las cosas se complican.
Primero fue el Estado; luego la nación. Y de ahí el monstruo: naciones-estado. El Estado, lo más antiguo, es el marco legal que permite una vida social comunitaria, sin importar, en principio, la nacionalidad de sus ciudadanos. Roma fue un Estado, nunca una nación; al contrario, los cives romani procedían de muchas y diversas regiones o gentes o naciones. Cuando una nación predomina y busca la exclusiva, en vez de un simple Estado, surge el híbrido: Estado-Nación; en vez de ser un instrumento legal, pasa a ser una máquina nacional. Fue el romanticismo el culpable: enamorado de las diferencias y obsesionado con la naturaleza, exalta la nación como el origen común e intransferible de un grupo humano. El Estado fue conquistado por la nación y el nacionalismo es el sentimiento resultante, la ideología encubridora, la venta del producto.
Pero la contradicción Estado-Nación subsiste. Paradigma: la Revolución Francesa que, por un lado, exalta los derechos del hombre, que se supone universales y, por otro, la soberanía nacional, que no pasa de ser una reclamación particular y aun reducida a un solo país. Con ello, o bien los derechos humanos tropiezan con la multitud de soberanías que habrían de propiciarse, o bien se convierten y diluyen en simples derechos nacionales. Por algo, habla Hannah Arendt de la «perversión del Estado» por haber llegado a ser simple instrumento de la nación. Quizá todos los integrantes del Estado sean ciudadanos, pero sólo unos serán nacionales, esto es, ciudadanos de primera por serlo de «nación», por nacimiento. Los otros, si acaso, naturalizados, son ciudadanos de segunda. Esa es la perversión. Lo natural, lo fáctico, el azar predomina sobre lo legal, lo estatuido, lo necesario. Por lo mismo, en esa inversión de valores, los nazis fueron consecuentes y llegaron hasta la esquizofrenia constitucional al distinguir nítidamente entre Staatsfremde y Volksfremde, pues no era lo mismo ni valoraban igual ser extranjero por pertenecer a otro estado que serlo por formar parte de otro pueblo o nación. Ambos eran extranjeros, pero, en adelanto orwelliano, los segundos lo eran más: caso de los judíos, que aunque fueran ciudadanos (de hecho y de derecho, pertenecían al Staat alemán), en realidad eran totalmente extraños por pertenecer a otro pueblo o nación (Volk) y no al sagrado pueblo alemán. «En realidad» lo explica todo: no basta con las apariencias, sino que, armados de alguna clave (sangre, raza, clase), hay que penetrar en el fondo de los fenómenos, en la «realidad». Ese fue el truco metodológico de las doctrinas románticas y el combustible que animó al nacionalismo rampante, no sólo durante el xix.
Ambigüedad y contradicciones
Lo más divertido del nacionalismo es su permanente ambigüedad, además de aquella pobre dualidad entre lo bueno y lo malo, se presenta la confusión entre nacionalismo y religión. Se ha dicho que no es casualidad que apareciera el nacionalismo justo cuando la religión declina y hasta se pretende que aquél es tan sólo el sucedáneo de ésta, la forma moderna de ser religioso. De modo tal que el nacionalismo sería complemento de la religión. En vez de adorar y servir a Dios, se quema incienso en el altar de la Nación. Explicación de la erección de Panteones y otros sagrados monumentos nacionales. Por algo los religiosos fundamentalistas y fanáticos judíos de Mea Shearim abominan del Estado de Israel: ven en los nacionalistas israelíes su peor competidor (además de unos blasfemos) al pretender remplazar un culto con otro, no menos trascendente. Sólo que, de nuevo, las cosas no son tan simples. Ahí están los mahometanos para probar que, más que complemento, el nacionalismo es potenciador de la religión. Además, eso de que la religión ha declinado es desgraciadamente otro mito racionalista del siglo pasado. También aseguraron que las naciones se disolverían para que surgiera el internacionalismo fraternal. Hay más religión que nunca (de todas: de la «verdadera» y de las otras) y un nacionalismo tan fuerte como en la época de Bismarck o Garibaldi. Sólo que más extendido: ahora cualquier etnia tiene su banderita y un sitio en la ONU. Tal es su otra cara ambigua: muerte y transfiguración. En lugar de disminuir, como ingenuamente creyeron los apóstoles internacionalistas (entre los cuales, los más ingenuos, los marxistas), ha rebrotado con más fuerza. De ahí sus permanentes y aun jocosas contradicciones.
Se supone que debe existir el sentimiento nacional búlgaro, lo que no ha impedido que su himno «nacional» contuviera esta emotiva estrofa: «Gloria al gran sol de Lenin y Stalin que, con sus rayos, ilumina nuestro camino». Ghana, antes de llamarse nacionalistamente Ghana, era una colonia británica conocida como Costa de Oro; para un vibrante sentimiento nacional, tal nombre resultaba inadmisible y se inventaron lo de Ghana que, al parecer, designaba en el pasado a un mítico imperio africano, del que se sabe muy poco, pero lo que se sabe es que no contenía entre sus fronteras a la Costa de Oro. Qué más da. También deben existir ardorosos nacionalistas pakistanos, que idolatren a su nación, Pakistán. Quizá sepan (o aún no se lo han dicho) que ese nombre (Pakistán) fue inventado por un estudiante de Cambridge, a partir de las iniciales de las provincias musulmanes de la India. Puestos a inventar nuevos nombres en beneficio de nuevas nacionalidades, nadie como aquel Dr. Sukarno de Indonesia, que se empeñó en crear una nueva nación, formada por otras tres (Indonesia, Malasia y Filipinas), por lo que, en un alarde de calenturienta imaginación, propuso llamarla «Mafilindo», como quien te pone nombre a una quinta en recuerdo de tres hijas. Claro que, si a ver vamos, hay ciertos nombres americanos nada lucidos: los Estados Unidos (que no es nombre propio ni unívoco) solucionaron el problema cortando por el medio: se cogieron el nombre de todo el Continente. Debe ser por eso por lo que a los pobres argentinos les dejaron sin un sustantivo que los represente. Semejantes absurdos no son exclusivos ni del pasado siglo ni del Tercer Mundo; no estará de más recordar que si el nacionalismo inglés (inglés, de lengua y cultura inglesa, no sólo de país) se alimenta orgullosamente del culto a la gran figura de Shakespeare, el primer poeta nacional, el bardo de Avon, etc., etc., ello se debe a los eruditos alemanes que, en el xviii, para combatir al clasicismo francés (Racine y compañía), lo elevaron a ese pedestal del que aún no ha bajado.
Las contradicciones se dan en todos los terrenos. El más minado es aquel que aspira a definir y precisar el concepto de «nación». Porque si, como algunos simples creen, la lengua fuera el criterio, hace muchos siglos que no debería existir Suiza ni, contemporáneamente, la India. Desde luego, que aquello de que la nación está formada por los nacionales, entendiendo por tales los nacidos en el mismo territorio, hace tiempo que dejó de ser cierto. Que se lo pregunten a los hijos de tunecinos o argelinos nacidos en Francia o a los de los Arbeitgüster o inmigrantes, nacidos en Alemania o en Suiza. Si una mujer turca da a luz en Düsseldorf, ese niño no será necesariamente alemán, como parecería exigir el credo nacionalista original, sino que sigue siendo un extranjero, un Volksfremde, pues el nazismo dejó bien sembrada su semilla, el huevo de la serpiente, y no sólo en suelo alemán.
Triunfo y fracaso
Puestos a tomar las cosas con un poco de humor, no hay la menor duda de que el capitulo más hilarante del nacionalismo lo proporciona el marxismo. ¡Pobre marxismo! La verdad es que habiendo fracasado en tantos terrenos, no debería extrañar que uno de sus primeros y más sonados fracasos fuera el que le suministrara el nacionalismo; recuerda aquella fábula de las dos jarras, la de hierro y la de barro; por supuesto, el hierro es siempre nacionalista.
Primero dijeron los marxistas que eso del nacionalismo era un producto burgués y, como tal, condenado a desaparecer en la sociedad socialista. Menos mal que no fue así; de lo contrario, difícilmente hubiera podido la Unión Soviética ganarles la guerra a los alemanes: lo hicieron en nombre de la Santa Rusia. Pero cuando las cosas se complicaron de veras fue al surgir las nuevas naciones tercermundistas: ¿manifestación simplemente burguesa? Entonces comenzó ese juego de billar a cuatro bandas, con lo de que hay buenos y malos nacionalismos, según que propugnen o no la revolución o según como sean sus relaciones con la Unión Soviética (o con China o con Cuba, dependiendo). Para no hablar de la inmensa contradicción que encierra el Imperio ruso, unificado y centralizador, y la multitud de nacionalidades más o menos permitidas en su interior, no todas felices de pertenecer «voluntariamente» al Leviatán. Y es que era inevitable el choque: el marxismo es una teoría que explica la historia mediante un corte vertical (los de arriba frente a los de abajo: explotadores y explotados), mientras que el nacionalismo siempre lo hace horizontalmente (pluralidades humanas enfrentadas). El hecho indisputable es que en semejante pugna ha triunfado plenamente el nacionalismo: en un siglo largo ha creado multitud de nuevos estados y alimentado el fuego de los viejos, pero el marxismo ha fracasado por completo al no lograr destruir (como prometiera) al menos un solo Estado.
Pro y contra
Todo eso está muy bien, pero la gente quiere definiciones personales: ¿a favor o en contra del nacionalismo? Si es usted marxista puro, de la vieja escuela, tiene que estar en contra y echar mano de todos los apolillados slogans internacionalistas; si, por el contrario, piensa tercermundistamente, a lo Fanon, a lo Che Guevara, abrazará cualquier nacionalismo con tal, eso sí, de que apunte en la dirección del imperialismo que a usted le convenga, es decir, que más deteste. Si es anti-norteamericano, apoyará al nacionalismo nicaragüense y aun al libio o al angoleño, pero si es anti-soviético, aplaudirá al nacionalismo afgano o al chadiano o al de los vietnamitas. Nadie puede quejarse: hay para todos los gustos. ¿Y el de andar por casa, el nacionalismo propio, el que se supone que le corresponde tener a cada quisque? Ahí la respuesta es matizada.
Una mínima y clásica lección sociológica enseña que la condición de «ser humano» no es innata sino adquirida y modificable; es aquello de los niños-lobo, dejados en la selva: ni hablan ni pueden adoptar la posición erecta; son prácticamente animales. Para adquirir y perfeccionar la condición «humana», es decir, civilizada, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes, es menester convivir socialmente y formarse culturalmente, y si tal se hace con los grandes conglomerados humanos, mejor: más civilizados estarán siempre los habitantes de la gran metrópoli que los del villorrio o aldea. Lección vieja desde Aristóteles. Cuanto más internacional, más abierto, más cosmopolita, más humano será el hombre; el nacionalismo es siempre recurso provinciano, de angostura y encogimiento. Pero hay que comprenderlo: quienes no tienen otra cosa de la que agarrarse, echan mano de eso, de su exaltado, insultante y agresivo nacionalismo.