El ingreso de Irene en la secta de los comedores de libros ha estado exento de todo boato y ceremonia. Ha sido un evento íntimo, pudoroso, pío a fuer de laico, diría yo: sólo para ella y para mi. A su madre no le gustará. A mi mujer tampoco, por razones harto diferentes: no cree que se deba permitir a un niño comer papel, escrito o no. De hecho, no cree que se le deba permitir nada, siquiera comer.
Empecé a darme cuenta cuando Irene se comió alguna de las notas escritas en nuestra lengua inventada. En concreto, dos: una sobre su acostumbrada lentitud masticatoria, y otra, pedante más en su forma que en su contenido, sobre la lectura como alimento del alma. Primero pensé en un error de interpretación: aún insegura sobre los mecanismos y los significados de nuestra nueva lengua, habría entendido las referencias alimentarias como órdenes; de hecho, la primera la engulló y la segunda la paladeó. Había, pues, un criterio en sus acciones.
Justo el criterio fue lo que me convenció que Irene havia ingresado en una cofradía sagrada, para mí ya inalcanzable. El discernimiento fue lo que diferenció sus acciones nutrientes de la del niño que come tierra: si aquel está necesitado de calcio, no era la celulosa la carencia de mi hija. Ni siquiera hambre de saber; no era la satisfacción de una necesidad, sino la adquisición de un nuevo modo del ser.
Yo leo como si me comiera las uñas. Irene se come sus cuentos. Irene se come mis notas y recordatorios. Irene come mal la comida, pero devora los impresos y los autógrafos. Yo leo para embrutecerme, ella parece cada día más radiante, más inteligente, más gordita. Yo leo como un autómata, ella come cual gourmet. Y su criterio parece inspirado por una inteligencia superior que, por cierto, me odia: se ha comido ya tres páginas de mi rarísima edición de la Passió Didot, del año 28.
Vi la luz ayer, cuando Irene se comió tres páginas de mi Biblia. Aparentemente esto no suponía ningún cambio respecto de su comportamiento anterior, a no ser el hecho que eran páginas salteadas. No, al fuego no. No eran consecutivas. Cotejé las lagunas y el resultado fue espeluznante: los tres hablaban de la adquisición del don de la profecía mediante la ingestión de libros. Así en Jeremías y en Ezequiel, y en el Apocalipsis. Toda una revelación. Desagradable, eso sí: la sola posibilidad que mi tierna infante deviniera en ventrílocua de Dios desencajó mis facciones.
No repuesto todavía, paseaba por la casa intentado ordenar los hechos, cuando los restos de una página del De somniorum interpretatione del pagano Artemidoro, medio roída, se me pegó al zapato. Reconocí el pasaje que faltaba: "Soñar con comer un libro es bueno para personas instruidas, para sofistas, y para todos aquellos que se ganan la vida disertando sobre libros". Profesores y críticos literarios, formas modernas de la profecía. La primera medida, en sumo grado preventiva, fue asegurarme que bajo ningún concepto pudiera leer, oír ni ver a Sánchez Dragó, Tamaro, libros de autoayuda u otras formas nauseabundas de emborronamiento papíreo. Cualquier accidente en este sentido hubiera destrozado mi corazón, y su estómago.
Convencido ya de la inexorabilidad de su vocación profética, y también de que los libros puede que sean suficientes para llenar su estómago, pero en absoluto para pagar el alquiler, le estoy enseñando la lecanomancia, o adivinación por lebrillo, consistente en adivinar el futuro por el movimiento del agua en una palangana, o algún otro líquido vertido en ella: de tan rancio abolengo como comer libros, y practicada ya por el padre verdadero de Alejandro Magno, que, precisamente por ello, supo que era el verdadero padre de Alejandro Magno. Es más limpio, sobre todo si se aprovecha para el agua de la fregona; es más comprensible para las mentes simples, más aceptable por su madre, y siempre puede montarse un 906 que le permita pagar las facturas. Aún así, mi mujer sigue pensando que los niños no deben jugar con agua.
O, quien sabe, conocida la necesidad que todo poder ha tenido siempre de ser asesorado por profetas y adivinos, si nuestros bienamados gobiernos requerirán de los servicios de Irene. Sea, pues, la pitonisa que les profetice, en el espejo de aguas premonitorias, la soledad, la vanagloria, la miseria y la muerte. Perdone el lector, pero Irene se ha comido ya las primeras treinta páginas de El otoño del patriarca.