La primera vez que, en un aeropuerto, vi un letrero que ponía PUNTO DE ENCUENTRO, quedé petrificado. ¿Cómo se puede señalar un punto de encuentro anónimo, genérico, igual de válido para todos, sin contenido? ¿Podrá se útil algún día ese punto de encuentro enteramente vacío? Porque para que sea válido para todos, debe estar vacío de cualquier significado. Si no, habría quienes no podrían usarlo.
Se ha escrito mucho, en los últimos años, sobre los lugares no-lugares: las estaciones, los aeropuertos, lugares de paso diseñados para que no se pueda permanecer en ellos, y menos, quieto. Y no se puede permanecer, igual que un tronco no puede quedarse quieto en medio de un río, en este caso, un río de gente, a menos de que algo lo detenga, un policía, quizá.
Un punto de encuentro no puede estar vacío para que todos podamos usarlo, debe tener un significado, por tenue que sea, para que hagan uso de él quienes de verdad puedan sacarle jugo. El encuentro con el otro es lo que hace una ciudad. En las estaciones de tren, siempre quedo en el bar, que es el mejor sitio, un sitio de paso, pero donde se puede permanecer un cierto tiempo. Es un refugio de las multitudes que buscan su andén.
Se ha dado la ocasión en que he llegado a una estación en la que había dos bares. Entonces me he pasado el rato de la espera entre los dos, caminando despacio de uno al otro, tratando de no confundirme con los que tienen prisa. En las estaciones siempre hay alguien que espera, y muchos que se aburren. Alguien me podía haber tomado por un desocupado, o por un ladrón que espera el momento oportuno para saltar sobre el objeto de su codicia.
Situada en un extremo incómodo, la cafetería de la Estación del Norte, de Valencia, no es un sitio adecuado para fijar un encuentro. Uno debe vadear diversos ríos de gente para llegar hasta ella; si se va cargado, mal asunto. El caso es que la mayoría de la gente, como he visto y ha sido mi experiencia, queda para encontrarse en la entrada, bajo el reloj. Así queda patente la tardanza del esperado. Ese punto ha sido elegido por la gente. La estación no tiene, dentro, un punto de encuentro válido, eficaz, ni siquiera uno genérico, como el de los aeropuertos.
Lo que me interesa en esta columna, que ahora sale al encuentro de un lector, es enderezar la atención, la tensión, a los lugares de encuentro. En esos lugares, la espera puede ser tensa, suele ser atenta. Uno ve como la gente mira a la puerta, para ver si llega la persona esperada, o si es en plena calle, mira en todas las direcciones, en especial, a aquella de donde vendrá el otro. Cito a Benjamín: la atención es la oración natural del alma. Y si me lo permiten, añado: la tensión es la forma natural de estar el cuerpo en la ciudad.
Los lugares de encuentro son los que hacen de una ciudad lo que es, por lo menos a nivel de la experiencia personal.
En el lugar de encuentro, uno está atento y tenso. No hace mucho, me encontré con Colom, y después, los dos, con Majoral. En el encuentro había esa atención, esa tensión, de los amigos que esperan siempre algo del otro. Majoral redactó este encuentro en la despedida de su columna. Hasta cierto punto, ese encuentro fue una despedida. No los he visto desde entonces. Pero Majoral me dio algo que yo no esperaba: la idea para la serie que se inicia desde aquí. Me dijo que escribiera sobre las calles de Valencia. Y eso haré, escribiré sobre la ciudad donde vivo y sus puntos de encuentro.
Esta no es una ciudad donde yo haya vivido toda mi vida, no llevo muchos años aquí. Pero sí llevo el suficiente tiempo para haber oído las historias, las nostalgias de los lugares perdidos. Y esta ciudad ha perdido muchos. También, quizás al ser forastero, estoy atento a los lugares de encuentro de los que la gente todavía no es muy consciente, lugares naturales, digamos, para el encuentro. Es una manera más de explorar la ciudad, y la ciudad, a estas alturas de la historia, es lo que tenemos.